Nos acercamos a un nuevo ciclo político acechados por la pobreza, la fragmentación social, una asfixiante deuda externa, una institucionalidad seriamente averiada y envueltos en las estrategias derivadas del abordaje egoísta de la existencia, propia de la subjetividad neoliberal. En el derrotero de la delegación de las decisiones sobre lo público, cuando los vientos cambian, automáticamente queremos un nuevo capitán. Los problemas persisten y los ciclos se renuevan, casi como la relación entre la tragedia y la farsa con la que Karl Marx comienza El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Pero en el fondo, somos conscientes de la tensión. Sabemos que hay otro tipo de restricciones que exceden al ocasional timonel y sobreviene otra crisis que, casi siempre, es más aguda que la anterior y nos deja en peores condiciones. Conocemos que el capitán del barco es solo quien ocasionalmente tiene el timón, pero escogemos la impugnación testimonial al conductor y exigimos su reemplazo. Es más sencillo. Extrañados de nosotros mismos, hemos transferido algo que es sagrado. Me refiero al poder político que, desde la antigüedad clásica, constituye un poder intransferible que el pueblo solo deposita en los gobernantes que son fiduciarios de esa relación. A punto tal que John Locke planteaba que cuando los gobernantes no cumplen con las pautas de la delegación del poder que les deposita el pueblo, es el pueblo quien debe revocar esa delegación. Pero lo concreto es que nos hemos acostumbrado a transferir ese poder a ocasionales salvadores.