Escriben en esta edición especial: Raúl Zibechi, Federico Galende, Rodrigo Karmy Bolton, Bruno Fornillo, María Galindo, George Komadina Rimassa, Bruno Napoli, Alexandra Martínez, Santiago Arcilla Rodríguez, Lucas Paolo, Decio Machado, Alejandra González, Adrián Cangi, Tomás Baquero Cano, Salvador Schavelzon y Sergio Lánger.
Diseña: Lalo Díaz
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La Nelly. Langer-Mira

Editorial
Nuevos trapos
Rubén Mira y Ariel Pennisi (editores de Revista Digital Efímera 10 de Diciembre)
Ante la complejidad de la hora, quisiéramos que nuestro rechazo contundente al golpe racista en Bolivia, nuestra empatía radical con las multitudes chilenas en lucha, nuestra solidaridad con las y los huelguistas de Colombia y nuestra preocupación por la estafa del gobierno ecuatoriano, la peligrosidad del gobierno brasileño, el cambio de orientación del gobierno uruguayo y el atolladero venezolano, no nos evitaran una mirada más amplia y crítica sobre la coyuntura regional, ni diluyera el deseo de producción de un común a la altura de esa misma complejidad.
Un debate precede a los debates efectivamente planteados en estos meses: ¿es oportuno dar el debate cuando urge el repudio a un golpe o cuando formaciones políticas reactivas amenazan la viabilidad de los movimientos, las libertades de las minorías o las condiciones de reproducción de las mayorías? Es decir, ¿cuándo resulta adecuada la crítica desde abajo, por izquierda, intempestiva o como se la pretenda rotular, a un proceso político afín, del que se es parte o del que, al menos no se es enemigo (tomando todos los gradientes entre una y otra situación)? Hay una posición que siempre percibe inoportunas la disidencia y la crítica, ya que el conflicto nunca se “resuelve” y la batalla continua. El argumento es valedero, tan valedero como para la posición contraria, según la cual, dado que el conflicto está en la base de lo social y tiende a perpetuarse cambiando sólo (y no es menor) de nivel, complejidad o color, siempre es el momento. Nadie puede arrogarse ese saber del tiempo oportuno que, por cierto, algo guarda de no sabido. Es decir, algo se puede calcular, si se toma como criterio el efecto posible, si se parte de la pregunta por la utilidad de una mirada cuestionadora “desde adentro”; pero aun en ese cálculo algo permanece incalculable. De lo contrario, sólo se trataría de constatación sin posibilidades de intervención. El desafío de abrirse un tiempo dentro del tiempo, el eterno retorno de la lucha entre Cronos y Kairós, tiene que ver con la relación entre intervención y cautela. Tanto si nunca es el momento, como si el inconformismo se vuelve igual a sí mismo, significa que no somos capaces de crear las condiciones, en nuestro propio devenir sensible, para percibir la oportunidad, es decir, para relacionarnos con lo que el encadenamiento de determinaciones históricas aloja de indeterminado. Es ésta la gimnasia que nos interesa y convocamos a pensarla, alimentarla, organizarla.
Para quienes aspiramos transformar el festejo en una medida tentativa de duración de los posibles, es más importante constatar los cortes del presente en los que debe desplegarse el factor anímico y deseante, que considerar el análisis político como el trazado de líneas que hacen a los corrimientos de la lucha por el poder. Nos interesa acceder a la información necesaria para tramar redes más cautelosas y por eso más eficaces, nos convoca pensar la coyuntura para encontrar los intersticios donde potenciar las condiciones de la fiesta, con su capacidad anímica y su inclinación a formar cuerpos comunes.
Entre el 27 de octubre y el 10 de diciembre las condiciones de posibilidad de la fiesta y sus redes proliferantes fueron afectadas de manera ineludible. Por eso vuelve a ser necesario trazar un corte del presente, abordando una de las consecuencias más evidentes del cambio: la continentalización del enfrentamiento, acentuadas por las matanzas represivas en Bolivia, Chile y Colombia, con antecedente en los levantamientos en Ecuador y Haití, para nombrar los casos más relevantes.
Las redes sociales multiplican el empequeñecimiento de la política vuelta foto de perfil, comisariato de baja intensidad, posición autosatisfecha, compatibilidad ideológica mediada por algoritmos, indignación arrojada al barril sin fondo de la virtualidad. ¿Tiene alguna consecuencia todo ese narcisismo colectivo, ese goce de pertenecer al lado bueno de la coyuntura? En todo caso, la pregunta –¿esta sí oportuna?– por la utilidad de la disidencia, el “para qué” y “para quién”, sin descartar el “desde dónde”, abre un punto de encuentro. ¿Para qué sirve afirmar que en Bolivia se perpetró un golpe de Estado racista que despliega lo peor de su repertorio hasta estas horas? ¿Qué utilidad tendría para nosotros corrernos de la retórica de denuncia del golpe y entrever en una historia del presente boliviano las claves para comprender la caída del masismo y con él del liderazgo de Evo Morales? Porque, está claro, no se trata de una discusión terminológica. Y, esperamos, no se trata tampoco de caer bien parados ante la mirada inquisidora de la moral que tenemos cerca. Tenemos la impresión de que se trata de afirmar las dos posibilidades desde la utilidad parcial que cada una tiene para un “nosotros” del que somos parte; no un espacio estático de pertenencia sino un “nosotros” en términos de apuesta. Apuesta vital y tradición política.
Parte de la urgencia de esta publicación se percibe en su frescura, pero también en sus defectos (por ejemplo, no hay textos desde Venezuela o Haití). Esta edición especial, número único de nuestra revista efímera quiere interpelar la pertinencia soberana del festejo, tanto como preguntarse por las condiciones nuevas en las que se despliega. El análisis, la información, el manifiesto, son parte de la misma alegría que nos mueve y de la cautela que nos cuida; sobre todo, cuando se expresan en pluralidad de enfoques, en la toma de riesgo sobre lo que ya se da por sabido, situándose más allá de la mera denuncia y la constatación, buscando meter el dedo en la llaga de su novedad. La invitación fue y seguirá siendo amplia, lo importante es la invitación abierta a actuar y a pensar, sin trazar diferencia o jerarquía entre estos dos modos que se potencian en la necesidad del enfrentamiento y la composición. Estudiantes, analistas, militantes feministas y doctores, nombres de tradición y visibilidad, y nombres que germinan sobriamente en la trama que se amplía.
Resistimos la reducción de lo emergente singular de los acontecimientos a las constantes pendulares o fatales del relato histórico. Rechazamos el coyunturalismo negado con las necesarias genealogías. Las similitudes, las semejanzas, a veces vienen a conjurar lo nuevo de los sucesos y con ello, a eliminar aquellos intersticios desde los cuales fiesta y fuga se enmascaran para persistir en su potencia radical de sabotaje y creación de nuevas relaciones.
No se trata de sacrificar las experiencias del pasado en función de un presente absoluto, ni de asegurarse la interpretación echando mano a categorías de la nostalgia; sino de preservar la soberanía de lo que ocurre, la virtualidad de un pasado que vive y empuja, y un nivel de registro donde lo que los cuerpos reponen a nivel instintivo encuentre resonancia en el análisis y el gesto pensante haga parte de la danza de los cuerpos dispuestos al enfrentamiento y la composición. Entre música vieja y ruidos que asoman el movimiento bailable de la fiesta algo nos dice de nuestra bronca y de nuestra razón alegre. Desde ahí –¿desde dónde más?– nos invitamos. Así imaginamos la relación entre nuestra Red Editorial en marcha y la naciente RHEDES (Redes de Hermandad y Deseo para Nuevos Posibles).
Chile
Santiago. Entre el poder carabinero y la dignidad de abajo
Raúl Zibechi*
La revuelta chilena que se encamina hacia los 50 días, ha sido atacada por los carabineros y cercada mediática y políticamente por los partidos políticos, de modo que la calle va quedando aislada. Sin embargo, la protesta no pierde su fuerza y aún se amplía con la masiva participación de mujeres jóvenes y, progresivamente, de los pueblos originarios.
“Volvimos a ser pueblo”. Un sencillo cartel pintado sobre papel, colocado por una comunidad de vecinos sobre la avenida Grecia, es un grito de protesta que denuncia el neoliberalismo chileno que convirtió a las gentes, apenas, en consumidoras. Pero también conforma todo un programa político y una ética de vida, en apenas cuatro palabras.
La céntrica Plaza de la Dignidad, nombre con el que la revuelta chilena ha rebautizado la Plaza Italia, parece zona de guerra. Los comercios están cerrados en varias cuadras a la redonda, engalanados con pintadas multicolores que denuncian la represión, incitan la revuelta y enfrentan las más diversas opresiones.
Los y las jóvenes no la quieren abandonar, aunque vayan quedando menos, porque sostienen que el día que la protesta abandone la calle, estará todo perdido. Una lógica implacable, pero difícil de sostener después de 50 días de protesta.
Las mayorías de las cientos de miles de pintadas que se encuentran en cada muro en todo Chile, denuncian la violencia de los Carabineros. “Nos violan y nos matan”. “No más abuso”. “Pacos asesinos”. “Paco culiao”, y así indefinidamente. Sobre una lágrima de sangre que resbala por una invisible, se puede leer: “Vivir en Chile cuesta un ojo de la cara”. Serían necesarias miles de páginas para registrarlas todas.
Los medios de la derecha destacan que los muros “rayados” que se pueden ver en los más remotos rincones de la ciudad, “ensucian Santiago”. Como suele suceder, la derecha concede mayor importancia a las pérdidas materiales que a los 230 ojos cegados por balines y las casi tres decenas de asesinados, lo que devela una concepción del mundo que no hace lugar a los seres humanos, reconvertidos por el neo-colonialismo en bestias de carga como en los peores tiempos de la Colonia.
Abundan también los muros feministas, donde se ataca frontalmente la violencia machista y el patriarcado. Pintadas en tonos violetas y lilas que se entremezclan con las jaculatorias contra la represión. La palma se la lleva la performance creada por La Tesis, un colectivo interdisciplinario de mujeres de Valparaíso, “Un violador en tu camino”, que ha sido reproducido millones de veces en las redes y replicado en casi todas las ciudades latinoamericanas y europeas (https://bit.ly/34J0cd9).
Incluso los medios del sistema (desde Radiotelevisión española y CNN hasta el porteño Clarín) debieron dar cuenta de la performance, una denuncia a ritmo de rap que pone en el ojo tanto al gobierno como los jueces y la policía. El seguimiento que está teniendo muestra tanto la indignación del mundo con la salvaje represión, como la creciente influencia del feminismo en las protestas, con voces y estilos propios.
Las estatuas son un tema aparte. Se dice que son más de 30 las figuras de militares y conquistadores que fueron grafiteadas, desde Arica en la frontera con Perú hasta el sur mapuche. En la plaza de la Dignidad, la figura ecuestre del general Baquedano ha sido pintada y tapada parcialmente. La historiografía de arriba lo considera “héroe” de la guerra del Pacífico contra Perú y Bolivia, en la cual la segunda perdió su salida al mar.
En Arica destruyeron una escultura en piedra de Colón, que llevaba más de un siglo en el lugar. En La Serena, rodó la estatua del colonizador y militar Francisco de Aguirre y en su lugar colocaron la escultura de una mujer diaguita. En Temuco removieron el busto de Pedro de Valdivia y la cabeza fue colgada en la mano del guerrero mapuche Caupolicán.
Pedro de Valdivia está en el ojo de los manifestantes. El militar que acompañó a Pizarro en la guerra de conquista y exterminio, fundó algunas de las principales ciudades de Chile, desde Santiago y La Serena hasta Concepción y Valdivia. Es una de las figuras más odiadas por la población.
Su estatua estuvo a punto de ser derribada en la céntrica plaza de Armas. Pero el hecho más simbólico sucedió en Concepción, 500 kilómetros al sur de Santiago. Cientos de jóvenes se concentraron en la plaza de la Independencia, donde derribaron la estatua de Valdivia el mismo día que se conmemoraba el primer aniversario del asesinato del comunero mapuche Camilo Catrillanca (https://bit.ly/37IuYEY).
Fue asesinado el 14 de noviembre de 2018 por un comando de Carabineros, especializado en la represión al pueblo mapuche. El crimen suscitó una amplia reacción popular en 30 ciudades del país. En algunos barrios de Santiago hubo cortes de calles y caceroleos durante más de 15 días. La dignidad de un pueblo explica que la bandera más ondeada en el estallido sea la mapuche y que las cabezas de los genocidas rueden por los suelos ante la algarabía popular.
NI DERECHOS NI HUMANOS. Dos informes de reconocidos organismos de derechos humanos (Amnistía Internacional y Human Rights Watch), pusieron negro sobre blanco lo que sufren los manifestantes desde el 18 de octubre. “Uso excesivo de la fuerza en las calles y abusos en detención”, es el modo como describen las múltiples denuncias de lesiones, tratos crueles, torturas, abusos sexuales, homicidios y tentativas de homicidios atribuibles a fuerzas de seguridad.
El informe de HRW, entregado al presidente Sebastián Piñera el 26 de noviembre, destaca que los servicios de urgencias médicas atendieron a 11.564 personas heridas en relación a las manifestaciones entre el 18 de octubre y el 22 de noviembre, según datos aportados por el Ministerio de Salud. De ellas, más de 1.100 presentaban lesiones moderadas o graves.
Todos los organismos apuntan al cuerpo de Carabineros, que detuvo a más de 15.000 personas y cometió abusos contra algunas de ellas. Se calcula que poco más de mil personas resultaron heridas por impacto de perdigones que, pudo develarse, contienen plomo y materiales duros apenas recubiertos por una capa de tela.
“Carabineros movilizó a 20.000 de los 60.000 miembros de la fuerza para responder a manifestaciones en todo el país. De éstos, apenas 1.400 son miembros de las Fuerzas Especiales, la unidad que está preparada para estas tareas. Sin embargo, ante la magnitud de las manifestaciones, las autoridades movilizaron incluso a agentes que hacen tareas administrativas, tras recibir una capacitación de apenas un día, contaron varios carabineros”, señala el informe de HRW que escuchó a uniformados, manifestantes y autoridades.
Sin embargo, el gobierno sigue negando los abusos y se empeña en fortalecer la institución, a la que dotará de mayores recursos técnicos, pero ya está aumentando sus efectivos. Ironías de la vida, este “desborde” que vive Carabineros, confirmado por el propio presidente Piñera, es vivido como un alivio por muchas comunidades.
Según los vecinos de La Legua, barriada periférica que fue un territorio central en la resistencia a Pinochet desde el mismo día del golpe, y en particular quienes integran el Centro Cultural (nacido en plena dictadura hace 34 años), la retirada de la policía se produjo días después del comienzo del estallido. “La ausencia de los pacos es una fiesta para nosotras”, dice Tania.
Algo muy similar escuché en boca de comuneros mapuche. El Comando Jungla, uno de los cuerpos especiales de Carabineros más activos en el sur en los conflictos por tierras, fue traslado a Santiago y probablemente a otras ciudades que viven situaciones dramáticas, como Valparaíso. Unos y otros temen que cuando se aplaque el estallido los “pacos” retornen a sus territorios con sed de venganza.
TRAWÜN MAPUCHE EN SANTIAGO. El último sábado de noviembre la Coordinación de Naciones Originarias, nacida durante el estallido, convocó un trawün (encuentro en mapudungun), en el centro ceremonial de Lo Prado, en la periferia de la ciudad.
Acudieron mapuche de diversos barrios de Santiago (Puente Alto, Ñuñoa, Pintana, entre otros), donde ya han realizado varios trawün locales. El encuentro se inicia con una ceremonia dirigida por tres longkos, seguida con cánticos y rezos por unas sesenta personas bajo un sol vertical. Luego de que la pachamama les concediera permiso, se inician las discusiones en dos grupos para abordar cómo deben posicionarse frente a los debates sobre una nueva Constitución.
Las mujeres engalanadas con trajes tradicionales, participan tanto o más que los varones, ataviados con vinchas azules. Rápidamente se constatan dos posiciones. Una propone participar en las elecciones para la Constituyente. Como los partidos que firmaron el pacto denegaron la posibilidad de que los pueblos tengan un distrito electoral especial, con el 15% de los elegidos, porcentaje similar al de los nuevos pueblos que viven en Chile, el debate se traslada a debatir los caminos a seguir.
Esta posición viene creciendo durante el estallido, aunque nació hace casi dos décadas, y recibe el nombre de “plurinacionalidad”. Como los mapuche no quieren ser elegidos en los partidos existentes, algunas participantes (varias de ellas mujeres) proponen la formación de un partido mapuche electoral.
He observado que esta corriente de pensamiento tiene mayor arraigo en las ciudades, particularmente en Santiago donde viven cientos de miles de mapuche. Pero tiene su núcleo en las y los universitarios que emigraron de Wall Mapu y hoy están establecidos en la ciudad. Puede emitir un discurso coherente y potente, y argumenta que “hay poco tiempo” para tomar este camino, ya que la convocatoria para elegir constituyentes se concreta en abril.
La otra corriente defiende la autodeterminación y la autonomía, posiciones tradicionales de las comunidades mapuche del sur. Son las más afectadas por la represión del Estado de Chile, por la militarización de sus territorios y por el despojo de las empresas forestales. Pero son también las comunidades que resisten y recuperan tierras y, sobre todo, las que mantienen viva la llama de la nación y la identidad mapuche.
Una mujer de mediana edad recuerda que “ya tenemos nuestro propio gobierno y nuestro parlamento, no necesitamos de los políticos”. Y un joven vehemente se pregunta: “¿Queremos tener un escaño dentro de la política winka (blanca)?”.
Si es cierto que la revuelta de octubre de 2019 cierra el ciclo iniciado el 11 de setiembre de 1973 con el golpe de Estado de Pinochet, también debe ser cierto que se abre un nuevo ciclo, del que aún no sabemos sus características principales. Por lo que se puede ver en las calles de Santiago, este ciclo tendrá dos protagonistas centrales: el Estado Policial, brazo armado de las clases dominantes, y los sectores populares afincados en sus poblaciones y en Wall Mapu. El pulso entre ambos configurará el futuro de Chile.
ASAMBLEAS, BARRIOS Y CLASES. El colectivo Caracol, que trabaja en educación popular en los espacios y territorios de las periferias, sostiene en sus análisis semanales que el “acuerdo de paz”, firmado a las tres de la madrugada del 24 de noviembre por todo el arco político (menos el partido comunista), le otorgó “una sobrevida” al gobierno de Piñera (Caracol, 25 de noviembre de 2019).
El propio nombre delata a los inspiradores. Si se trata de paz, dice Caracol, es porque hubo una guerra, que es lo que viene diciendo Piñera desde el primer día del estallido. La Convención Constituyente acordada, en contra de una Asamblea Constituyente que defienden los movimientos, impone varios filtros: se eligen representantes mediante el mismo método utilizado para elegir diputados, lo que supone hacerlo dentro de las listas de los partidos.
“Esta Convención no estará compuesta por ciudadanos ni representantes de los movimientos sociales y populares, sino por quienes designen los partidos políticos existentes”, estima Caracol. Agravio al que debe sumarse los dos tercios requeridos para que se apruebe cualquier propuesta, lo que supone un veto mayor para las propuestas de la calle.
Más aún, en abril se realiza la primera convocatoria que debe decidir si hay lugar o no a una nueva Constitución, proceso que recién finalizaría en octubre de 2020. “Con esto, han demostrado que los cabildos abiertos que se han desarrollado pro todo Chile no les interesan, porque no les interesa la deliberación popular”, sigue el colectivo Caracol.
Daniel Fauré, fundador de Caracol, analiza que la decisión del gobierno de convocar una constituyente se produjo cuando contemplaron la confluencia entre la protesta callejera y el paro nacional, la unidad de acción entre trabajadores sindicalizados y pobladores y jóvenes rebeldes. “Es el boicot a las asambleas territoriales, cabildos abiertos y trawün”, señala.
Llegados a este punto, debemos recordar que el golpe de Pinochet produjo una profunda reconstrucción urbana, ya que cuando Salvador Allende llegara al gobierno (noviembre de 1970), casi la mitad de la ciudad de Santiago eran “campamentos”, espacios tomados y autoconstruidos por los sectores populares que de ese modo se construyeron como sujeto político, bajo el nombre de “pobladores”.
El Chile pos-pinochetista no puede aceptar el activismo de los pobladores ni las “tomas” de tierras urbanas. Según un mapeo de Caracol, existen en Santiago unas 110 asambleas territoriales, en dos grandes coordinaciones: la Asamblea de Asambleas Populares y Autoconvocadas, en la zona periférica, y la Coordinadora Metropolitana de Asambleas Territoriales en la zona más central.
Estas asambleas contrastan, y a veces compiten, con las más institucionalizadas juntas de vecinos. Aunque había un trabajo territorial previo importante, la mayoría se formaron durante el estallido. Realizan actividades culturales recreativas, organizan debates entre vecinos, ollas comunes, asisten a los heridos y detenidos en las marchas y promueven caceroleos contra la represión. Muchos de sus integrantes participan en las infaltables barricadas nocturnas.
Lo que no puede aceptar la clase dominante chilena es que los “rotos” salgan de sus barrios, que hablen y ocupen espacios. Un relato de Caracol lo dice todo: “Bastó que un grupo de personas de la clase popular se aparecieran en el patio de su templo del consumo en La Dehesa (el sector más exclusivo de Santiago), para que la clase alta saltara despavorida llamándolos a ´volver a sus poblaciones de mierda, rotos conchadesumadre´”.
* Periodista, analista político, militante de larga trayectoria asociado a diversas experiencias latinoamericanas. Colabora con el semanario Brecha, la revista MU, los diarios Gara y La Jornada. Es autor de Los desbordes desde abajo. El 68 en Amétrica Latina (90 Intervenciones en Red Editorial, 2018), Cambiar el mundo desde arriba. Los límites del progresismo (Autonomía-Pie de los Hechos en Red Editorial, 2017), Descolonizar el pensamiento crítico y las rebeldías (2015), entre otros.
Sublevaciones, filosofías y pueblos. Un breve recuento
Federico Galende*
Quienes dábamos nuestros primeros pasos en la filosofía a mediados de los ochenta (en Argentina eran los tiempos de Alfonsín, del Club de Cultura Socialista, de la revisión de la lucha armada; en Chile, el de las protestas contra la dictadura y el del esbozo de la sociología transitológica en los laboratorios de FLACSO), fuimos testigos de que la palabra “pueblo” no estaba precisamente de moda. Claude Lefort –a quién se leía con fruición por entonces– veía en esta palabra el sedimento de una sociedad totalitaria que hacía cuerpo consigo misma, Hanna Arendt la restaba de la soledad del pensador político creador (el pueblo era una pieza fundida por el anillo fascista) y Benjamin auscultaba en las multitudes el barro modelado por los cultores de la política estetizada.
Recordamos su célebre cierre en el artículo sobre la reproductibilidad técnica: “el hombre, antaño espectáculo para los dioses olímpicos, ha llegado a un grado tal de devastación que puede asistir al espectáculo de su propia destrucción con un goce estético de primer orden”.La estética era la anestesia con que se escindía a la masa proletaria de su lucha contra la opresión, la famosa estetización de la política que el fascismo propugnaba y a la que el comunismo respondería con la politización del arte.
Recordamos su célebre cierre en el artículo sobre la reproductibilidad técnica: “el hombre, antaño espectáculo para los dioses olímpicos, ha llegado a un grado tal de devastación que puede asistir al espectáculo de su propia destrucción con un goce estético de primer orden”.La estética era la anestesia con que se escindía a la masa proletaria de su lucha contra la opresión, la famosa estetización de la política que el fascismo propugnaba y a la que el comunismo respondería con la politización del arte.
En realidad, nunca entendimos bien qué quiso decir Benjamin con esta frase (no es improbable que la haya trazado a las apuradas para cumplir con los plazos perentorios de un lujoso traductor exigente, Pierre Klossowski), pero se supone que estaba hablando de Brecht –a quien, dicho sea de paso, no le gustó el artículo– y de su famosa técnica del distanciamiento. Una técnica que, para ser honestos, estaba en el espíritu de la vanguardia rusa y que además no inventó Brecht sino Víktor Shklovski, quien dijo haberla pensado a partir de una escena de Anna Karenina en 1919. Es cierto que Brecht había llamado a levantar los telones para que el público viera que en su teatro no había magia, sino trabajo. Pero ese principio estaba ya en Vertov, en Mayakovsky, en Málevich y podríamos seguir: consistía en desnudar los procedimientos, en mostrar que detrás de la forma artística o de la forma poética no había nada.
En fin, no es el momento de discutir estos pormenores, y si los menciono es solo porque son útiles para resumir lo siguiente: que a derecha e izquierda el desprecio por los pueblos cobró a lo largo de la historia diversas formas y que una de éstas, derivada del espíritu de la cultura letrada de la revolución francesa, compromete una parte del pensamiento crítico. ¿Por qué? Porque la crítica se funda en una distancia. Y esta distancia opera en una relación de sospecha tanto respecto del sentido común –“ávido de certezas perentorias”, escribió Gramsci–, como respecto del medio. No importa definir si el medio es una imagen, un texto o una idea televisiva. Medio deriva de médium –un término acuñado por la tradición teosófico-antroposófica, por las filosofías espiritistas– y remite, como señaló Boris Groys, a lo que hace hablar a los otros a través de sí. Dicho en breve, la distancia crítica es una relación de sospecha respecto del que habla por mí. Pero ¿quién soy yo? ¿Un soberano que proclama edictos, como ironizaba Musil? ¿El revelador distante de un gas silencioso que, sin anestesiarme por una misteriosa causa, adormece y envenena a los otros?
Si se permaneciera en esta posición, desde la que alguien como Descartes, por ejemplo, escribió El discurso del método (la novela de una idea con la que no se tomó el trabajo de experimentar), se tendría la dificultad de ser parte de un texto que se arroga para sí mismo la tarea de subsumir la libertad performática con la que escriben los cuerpos su propio momento pensante. Esto sucede así porque desde la perspectiva de un pueblo –sea lo que sea un pueblo– lo que se expresa en las calles y en las plazas, como sucede hoy en Chile, donde las multitudes ponen ciudades en movimiento encima de ciudades inmóviles, la distancia de la crítica pierde sus pergaminos y deja de operar instantáneamente en calidad de fórmula colaborativa.
Entonces decimos “apareció el pueblo”, “despertó Chile”, “las multitudes están en las calles”. Y lo que ayer era distancia crítica se convierte, en virtud de su exterioridad, en un discurso inaudible. Ahora es ruido, como lo era hasta hace unos días la palabra de la mujer oprimida, del trabajador endeudado, de la campesina pobre o el estudiante sin causas. Este ruido no responde, sin embargo, a lo que enuncia un determinado amo, responde al amo en calidad de discurso. Lo que así cae, como diría Lacan, es el discurso amo. Pero el discurso amo, arrinconado por los movimientos feministas que recorrieron parte del planeta durante el 2017, no es el portador pasivo de un determinado contenido paternalista o viril; es él mismo viril en tanto discurso.
Quedamos como mínimo, a partir de esto, obligadas a reflexionar sobre esta tensión repentina entre la sospecha encarnada en la crítica por parte del pensador público –doctor de la ley, distante amo del pensamiento, como diría Deleuze– y la escritura colectiva de un instante creativo no precedido por ningún texto. Cuando esto sucede, estamos entonces en el excepcional momento de la política, porque la política no es la organización de los cuerpos en relación a una idea, sino al revés: es la idea escrita en la inmanencia de los cuerpos que definen autónomamente sus maneras de estar juntos.
Estallidos, revueltas, sublevaciones: lo que ocurre hoy en Chile, con sus multitudes tapizando las plazas y avanzando sobre los palacios, habilita una palabra que mantiene un litigio con el clásico concepto de crítica: performance. Pero ¿qué es una performance? No es el reclamo de una distancia que reflexiona sobre los medios, sino una potencia corporal-colectiva que se despliega experimentalmente y se autocorrobora en el acto mismo de desplegarse. Hace su momento, diseña su tiempo, nace de sí misma y no se subordina a ningún texto o guion que la explique. Se sirve colectivamente la sensibilidad en su plato.
Y lo que con esto exhibe es que una zona del procedimiento crítico –como lo prueban hoy nuestros claustros y nuestras universidades– se enredó en una dinámica que es propia del teatro y el parasitismo de una democracia representativa firmada de puño y letra por el partido de los ricos. La historia del teatro, digamos que desde la tragedia griega hasta los dramas isabelinos y más allá, es la historia de una institución moral. Esta institución moral no consistió en otra cosa que en subsumir la libertad de los cuerpos a los dictados del texto o el guión. Es un viejo asunto, y por eso alguien como Meyerhold le hacía comer los guiones a sus actores sobre el escenario y Godard o Bresson, quienes coincidían en este punto, buscaron revolucionar en el cine la relación entre la palabra y el cuerpo.
Pero la cuestión de los pueblos o de las multitudes no se limita, como quizá sobre decir, a la inteligencia particular de un Meyerhold, un Godard o un Bresson; su irrupción, rodeada de nada, tiene que ver más bien con la emergencia de lo que no tiene una forma precisa en el seno mismo del pensamiento formado. Es un estallido de la multiplicidad en la unidad, y como la verdadera guerra que se libra en todos los planos del hacer y el pensar es la guerra entre el uno y el múltiple (es la guerra entre Descartes y Spinoza, pero también entre el tercio rico, privilegiado y blanco que trata de barrer hoy de la faz de la tierra a una mayoría de dos tercios que no porta una identidad precisa), la aparición de los pueblos es un escándalo del pensamiento. Lo que se interrumpe en todos los órdenes de la existencia es lo que un distinguido escritor como Sebald, a quien parafraseo, llamó las repulsivas costumbres de los funcionarios de los palacios, cuyo poder abstracto se alimentó históricamente de la impotencia concreta de los que no tienen nada.
Una unidad puede ser una plaza en la que se pone el sol mientras juegan los niños, el monumento solemne al prócer que abrevia una historia heroica o la propia filosofía, donde el trabajo del pensamiento mantiene su orden, pero cuando el múltiple irrumpe, entonces nos quedamos repentinamente huérfanos de su esencia o de su sustancia. De lo que podemos dar testimonio es de su momento, huidizo y lúdico, instante creador que pone en suspenso las jerarquías que había naturalizado la consciencia y arrebata un mendrugo de tiempo a la repetida sintaxis de la historia.
Es el motivo por el que este tiempo –el de los pueblos, el de las multitudes– no pertenece a la invención de un futuro que deba ser conquistado o a la memoria de un pasado que contará con el imperativo de una pócima redentora. Es un tiempo en sí, un comunismo instantáneo sin pastores y sin promesas que se acoraza con la idea que está en su despliegue y deposita en el pensamiento la pregunta por las maneras en que se anudan y desanudan los cuerpos, los textos, las imágenes y las voces sobre la superficie de un obrar en común.
Es la pregunta que está en la punta de ovillo de toda sublevación, un momento gozoso y sucio –como el de los niños– cuyo polimorfismo no se somete a la presión de la idea que hace todo por explicarlo. La idea lo acompaña y por eso un pensador impecable como Foucault, quien se definía a sí mismo como un perro de la época y el más acérrimo enemigo de ésta a la vez, tocó el tema de manera notable en una vieja entrevista de 1979 con el libanés Farès Sassine, exhumada recientemente de la lengua árabe y traducida conmovedoramente por Soledad Nívoli en un pequeño libro titulado Sublevarse.
A propósito de lo que en una Francia eternamente ilustrada e historicista fue denunciado por sus colegas filósofos como el affaire iraní, Foucault, inobjetable defensor de la parresía, señala que el rol de una intelectual o de un intelectual no tiene que ver con legislar sobre las ideas. No tiene que ver este rol, como en general se lo piensa, con hacer la ley o explicar desde una exterioridad la lógica interna de un determinado proceso, sino con mostrar de manera continua cómo lo que parece ir de suyo en nuestra vida cotidiana, es de hecho arbitrario y frágil, razón por la que siempre podremos sublevarnos. Y agrega unas líneas más abajo: “hay continuamente y por todos lados razones para no aceptar la realidad tal y como nos es ofrecida y propuesta”.
1979: se trata exactamente del mismo año en el que Foucault dicta en el College de France un conocido seminario destinado a exponer, con claridad desusada en medio de la monserga académica, la novedad de lo que seguía: el neoliberalismo. Un dispositivo que, como acaba de recordarlo Wendy Brown en su libro El pueblo sin atributos, no reposa en la figura redonda del león o el jaguar, sino en el de las termitas que calan lentamente la madera o la piel y terminan por condicionar la vida de millones de seres que cargan sus penas y sus mortificaciones a solas, se administran a sí mismos como capital humano y juegan en la bolsa de la vida que pueden conducir azarosamente al éxito o al fracaso.
Es una figura repugnante a la que se anticipó Benjamin cuando en su Crítica de la violencia abordó el problema de la vida desnuda o de la nuda vida, consistente en vivir solo por el hecho de que no se está muerto. Cuando es lo opuesto lo que se comprende –esto es, que se está muerto en la forma de vida–, asoman el carácter destructivo, la potencia destituyente y el espíritu viviente. Entonces se crea ese instante en el que cada hombre, cada mujer, abandona la madriguera en la que se pudría, se experimenta gozosamente en lo impropio y hace la prueba –Spinoza dixit– de lo que puede un cuerpo.
Cae el saqueado pensar con los otros, se regresa al comunismo de las inteligencias y vuela el teatro en pedazos. Es lo que se puede decir; no hay la más mínima necesidad de que un intelectual explique en estos días agitados por qué de repente un pueblo decidió reunirse en las calles. Mucho menos cuando se está al tanto de que el pueblo no es una unidad o una cosa, no es una horda ni una figura; es la potencia restada a los nombres, una resta que se multiplica y que se va tornando cada vez más compleja para una minoría que suma sin notar que se adelgaza.
* Ensayista argentino residente en Chile. Director del Departamento de Teoría de las Artes de la Universidad de Chile. Investigador posdoctoral CONICYT. Autor de Rancière. Una introducción (Quadrata – Red Editorial, 2012), Walter Benjamin y la destrucción (2009), Comunismo del hombre solo (2016), entre otros.
El Soberanismo. El pensamiento como insurrección
Rodrigo Karmy Bolton*
1.- De Schmitt a Marx.
El soberanismo es el ejercicio de una soberanía siniestrada. Incapaz de fundar legitimidad, el soberanismo es soberanía en forma de farsa. Si es cierto que “soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (Schmitt) el soberanismo es lo que lo vuelve permanente. Sin diferencia entre excepción y regla, entre anomia y nómos, el soberanismo se presenta, pues, como el advenimiento de lo impresentable, del vacío en el que se hunden todas las formas.
Como tal, el soberanismo carece de discurso. No lo necesita. Más allá de la seguridad y las múltiples formas de excepcionalidad, el soberanismo puede decir de sí ser de izquierda o de derechas, progresista o conservador, basado en un régimen republicano o monárquico. El hundimiento político en el que nos encontramos hace que regímenes tradicionalmente diversos comiencen a operar bajo la misma lógica excepcionalista.
Como tal, el único “proyecto” soberanista es la destrucción. Se trata de gestionarla sistemáticamente, profundizarla permanentemente. La guerra civil, realidad que se abre una vez que la excepción se vuelve regla, no puede ser más concebida como un fenómeno político, sino como un dispositivo de poder que separara a los pueblos de su potencia. La guerra civil no es una fatalidad, sino una técnica política, característica del soberanismo cuya figura contemporánea se inauguró con la política seguida por los EEUU después de sufrir los atentados a las Torres Gemelas: la guerra contra el terrorismo.
Si en la soberanía, la guerra fue siempre el dispositivo excepcional que configuraba un conflicto interestatal acotado en el tiempo y en el espacio, el soberanismo hace de la guerra un dispositivo normal que prescinde de la dimensión interestatal para emancipar al conflicto fuera del espacio inter-estatal interiorizándose permanentemente dentro de la vida civil. La deslocalización del espacio (los ataques pueden perpetrarse en cualquier lugar) y del tiempo (su violencia puede activarse en todo momento) no sólo implicó desarrollar múltiples dispositivos de seguridad a escala planetaria sino también, poner en juego una verdadera guerra civil global que juega con intensidades variables.
El soberanismo es la farsa de la otrora tragedia soberana: si esta última resguardaba el poder de decisión sobre el estado de excepción bajo la estética del secreto, el primero lo hace en virtud de una lógica que carece de secreto y se consuma en la forma del espectáculo. El soberanismo se presenta como transparente. Por eso, es capaz de presentar lo impresentable, de decir lo indecible, porque cada palabra, cada gesto, están de suyo vaciados de su potencia, cuerpos escindidos de imaginación y significantes articulados en una circularidad sin fin, enteramente exentos de referencia.
Gobernar al vacío significa producirlo en forma permanente con los mecanismos de la excepción. El soberanismo es la guerra permanente. La excepcionalidad sin fin. En él el fascismo contemporáneo, aquél que puede perfectamente prescindir de la identidad nacional y aferrarse a cualquier objeto identitario (la religión que va siempre en defensa del neoliberalismo), funciona como su vanguardia, heraldo de la muerte, ángel exterminador que, sin escrúpulos, se abalanza contra los pueblos que, incandescentes, no dejan de resistir en las calles.
El soberanismo es la fuerza o, más bien, la normalización de una violencia que exige al pensamiento indagar las condiciones de porqué un poder pudo llegar a convertirse en “excepcional”. Pregunta similar a la planteada por Marx cuando en El Capital preguntaba ¿por qué una cosa se vuelve objeto de valor? ¿Por qué el carácter común de una potencia puede devenir la excepcionalidad del poder sin conservar la intempestiva cualidad de su potencia?
2.- El secreto.
El secreto de la política soberanista es que ya no tiene ningún secreto. A diferencia de la soberanía clásica en que todo consistía en gobernar en virtud del secreto, el soberanismo produce la operación inversa: revelando, hablando, planteando sus tesis abiertamente, sin secretos, planteando un racismo sin medias tintas, un modo de ejercicio de la violencia como bombardeo mediático, securitario y militar permanente. Trump, Bolsonaro, Netanyahu tienen algo de ridículos y, a la vez, de sádicos. Tanto el ridículo como el sádico se han sacado la máscara y se ven transparentemente ejerciendo su sadismo con el goce que le caracteriza.
En otros tiempos, el soberano guardaba secretos, era obsesivo. Hoy goza de la impulsividad por comunicarlos. Dicen perfectamente lo que van a hacer y, eventualmente lo hacen (Trump). Intentan destruir las mediaciones institucionales entre su persona y lo que queda de pueblo, erigiéndose como pastores que conducen al rebaño, pero que cazan permanentemente al “otro” perpetuando y profundizando con intensidades variables la guerra civil que han creado.
En cuanto siniestrado, el soberanismo no se sostiene en la fuerza del pastorado que había sido el paradigma del poder en Occidente, sino en la crudeza del lobo que el primero llevaba dentro. Es su reverso especular: así como los pastores de la Iglesia Católica se han mostrado un conjunto de lobos, el soberanismo es ominoso no por lo que el poder tiene, sino por lo que ha perdido.
No necesita relato, sino clichés técnicamente reproducidos para su circulación espectacular: “Make America great again” podría ser uno de ellos; “tiempos mejores” podría perfectamente ser otro. En cualquier caso, se trata siempre de aspirar a una autoridad ausente que sólo puede ejercerse como autoritarismo de un poder.
El pastor está arruinado. De él sólo nos queda el lobo que nos rodea permanentemente para cazarnos. El soberanismo es al lobo lo el soberano lo fue al pastor. En el fondo, siempre el pastor fue el lobo, pero solo ahora, el lobo terminó predominando sobre el pastor. El soberanismo es el pastor siniestrado. Las ovejas han huido. Se han dispersado. Los políticos se quejan de que no tienen “credibilidad” frente a sus electores, los politólogos les hacen encuestas donde ese factum no hace más que profundizarse; las poblaciones votan, pero desde hace mucho tiempo saben que la democracia no existe. Que una oligarquía de lobos se ha apropiado del planeta y que no lo soltarán a no ser que una potencia popular pueda interrumpir sus grandes almuerzos, sus grandes es-cenas en las que devoran al mundo.
No soportamos más el actual estado de cosas. Pero no sabemos cómo romper con él. Quizás, éste sea el trabajo político que nos queda: organizar el pesimismo –como decía Walter Benjamin– e irrumpir en las superficies en las que ha penetrado la voracidad licantrópica.
3.- Assange.
¿Qué es el poder, quien estaba “detrás” de él? Nadie. El soberanismo quiere borrar el Nadie que lleva consigo y que ya ha sido descubierto por la impugnación de las revueltas que han tenido lugar en diversas partes del globo. Estas últimas no tenían por objetivo cambiar “algo” (como les exigió cierta politología) sino desenmascarar a un soberano para mostrar que nada ni nadie había tras de él, que no quedaba más que el soberanismo como su dispositivo siniestrado. Pero el soberanismo recurre a tecnologías diversas para tapar su propio vacío que exhibe como si Nada. Entre ellos, el discurso de la seguridad contra el “terrorismo” que le permite conservar algo de la máscara siniestrada a causa de la ráfaga popular devenida.
Pero por más que el soberanismo intente apagar un sol con un dedo, ofreciéndonos miles de guerras para nuestra diversión, o miles de legalismos para nuestro control, no recuperará jamás la vieja y temible palabra: legitimidad. Es a falta de ella que nace el soberanismo. Como su síntoma más preclaro, su acción expresa la deriva al capitalismo transparente, devenido sin máscara, como multiplicación del control sin legitimidad.
Por eso el Grupo de Lima fue tan detestable. No tanto por su adscripción a la derecha fascista y oligárquica desde la cual hoy pende toda la política regional de América Latina en su alianza con Israel (actual modelo de las ultraderechas), sino porque tal derecha pretende sustituir legitimidad por legalismos vacíos que profundizan la excepción hecha regla, en un despliegue de múltiples dispositivos de seguridad que rodean al planeta.
Mike Pompeo es ya un soberanista que vino a decirle a Piñera que había que “frenar” el avance chino en la compra y desarrollo de una nueva tecnología. Se trata, por cierto, de la emancipación total de los nuevos dispositivos cartográficos de corte digital que hacen de los algoritmos la nueva ametralladora de la verdad. Dispositivos que, como ha visto Boris Groys, pueden prescindir de la tradicional “gramática”, para constituir una nueva capaz de trazar nuevos mapas y generar intercambios infinitos de información (Cambridge Analytica) que se traducen en nuevas formas precisas de control.
Si Jullian Assange ha sido tomado preso, ha sido precisamente por esta guerra cibernética que desnuda la operatoria imperial contemporánea. Al mostrar a los “líderes” en su farsa habitual, Wikileaks fue una bomba que estalló silenciosa, pero eficazmente. Porque si el futuro inmediato es el de la extrema vigilancia gracias a que los dispositivos de seguridad son cada día más exactos y globales, Assange es, como señaló Giorgio Agamben, a quien debemos defender sin reservas.
Assange y China no están lejos, sino inscritos en una dinámica en la que el simulacro, las fake news, la progresiva totalización del control de las sociedades, comienzan a funcionar como si su carácter impresentable, su sistemática y cotidiana destrucción del ethos, fuera algo normal. Y si la filosofía debe medirse siempre con la actualidad, recusar de sus “normalidades” e interrogar intempestivamente a un presente que parece sólo tener voz para los poderosos, entonces hoy no existe diferencia alguna entre pensamiento e insurrección.
4.- Telepatía
Una revuelta es inundación de pensamiento. Los pueblos piensan justamente en estos procesos. Nuevos agenciamientos son creados, otras organizaciones inventadas, las formas que ya no dicen lo que alguna vez dijeron se dislocan espacio-temporalmente y un instante pletórico de posibles abrazan a la multitud.
El soberanismo no sabe de ella. No puede jamás saber de ella, sólo como una cifra demográfica, un índice delincuencial, un conjunto de “líderes” que se inventa para poder impulsar su máquina de persecución. Pero la revuelta permite a los pueblos respirar. Deviene el pulmón político de la historicidad que se abre en los instantes de mayor intensidad política.
El poder ha devenido soberanismo, en parte, por la ráfaga de revueltas que han impugnado al régimen. Aunque no lo sepa, el poder ha quedado desnudo, siniestrado, agotado en sus posibilidades. Pero, aun así, puede responder con la militarización y criminalización exenta de cualquier “hegemonía”, prescindiendo de cualquier tipo de “legitimidad”. La revuelta ha traído la primavera al pueblo, y ha expuesto al poder a su alergia. El poder se atora, tiene tos, respira mal el nuevo aire insuflado.
Una nueva atmósfera envuelve a Chile. En ella, miles de imágenes no dejan de circular. Muertos, desaparecidos de otros espacios y de otros tiempos son convocados en el “trabajo vivo” que se avecina. No se trata de “sugestión” porque si ella resulta ser la típica articulación del fascismo a partir de la cual una “voluntad” personal hipnotiza a las masas, la “telepatía” designa la transmisión, la comunicación desde lejos, pero exenta de alguna “voluntad” que conduzca pastoralmente a las masas. Justamente, en la “telepatía” no hay masas, sino multitud.
La telepatía es un proceso de comunicación imaginal que opera tanto espacial como temporalmente: espacial, porque la revuelta se expande territorialmente a través de diversas formas a lo largo y ancho de un país, o de un continente (es lo que ocurrió en la Primavera árabe) y temporal, porque la revuelta trae al pasado irredento en medio del presente histórico, convocando a los muertos de ayer como mártires de la lucha actual: las protestas en Chile desatadas desde el 18 de Octubre registran el doblez del fenómeno telepático: no existe una “voluntad” que conduzca y por tanto sugestione a las masas, pero sí un contagio espacial, que hizo despertar focos de insurrección a lo largo de todo el país, y temporal porque los chilenos volvieron a cantar a Víctor Jara o a Jorge Gonzáles recordando a sus mártires de ayer y de hoy.
El soberanismo intenta con la sugestión. Trata de adormecer la intensidad del levantamiento popular. Propone una “agenda social” conjuntamente con un una “agenda militar-policial” que complementa con un tenue “camino constitucional”. La agenda social no sólo no daña a las grandes corporaciones, sino que no desembolsa más que una cifra irrisoria para intentar apaciguar a los sublevados; la agenda “militar-policial” despliega una guerra de baja intensidad de manera descentrada y de carácter permanente; el camino constitucional abierto institucionalmente desde el 15 de Noviembre en el llamado “Acuerdo” fomentado por los partidos políticos no ha logrado ejercer su efecto de sugestión –lo que Gramsci llamó “hegemonía”– precisamente porque fue leído como un intento de despojar a la multitud de su potencia política.
Pero la telepatía parece haber sido más decisiva: los grafittis que visten a las calles de las ciudades que hablan al ciudadano y le interpelan políticamente, se multiplican en cada esquina, las conversaciones traspasan las paredes, penetran los micro-espacios en los que la cotidianeidad parecería no haber sido afectada por el descalabro, pero es precisamente ahí donde todo comienza a jugarse otra vez y las múltiples batallas de la lucha de clases en que vivimos, se enredan a los cuerpos.
No es posible el proceso telepático sin dispositivos materiales que funcionen de soportes de la imaginación popular. Si los soportes son siempre medios puros, receptores absolutos, ellos acogen la potencia de la imaginación popular que proyecta en ellos el vendaval de sus imágenes. Los soportes podrán ser “redes sociales” de diversa índole y de diversos estadios tecnológicos: libros, panfletos de papel, lienzos, revistas, fanzines, pero también, dispositivos electrónicos, blogs, Facebook, w. apps, Instagram, y otros.
Jamás las revoluciones han prescindido de “redes sociales”. Pero estas han sido politizadas de tal manera, que la inmaterialidad de la imagen ha sido capaz de cristalizar en la materialidad de los cuerpos. Porque no se trata nunca de la “red social” en sí misma (si algo así pudiera existir), sino siempre de la relación que ella marca con un cierto lugar o corporalidad. La telepatía se desencadena por una diversidad de redes sociales que operan como el soporte perfecto para su múltiple transmisibilidad.
Pero el soberanismo no sabe mucho de esto. A pesar de tener la capacidad de un espionaje masivo, nada sabe de telepatía ni de las revueltas cuyo proceso intensifican. La obsesión policial de buscar “células” de “anarquistas” o “líderes” que constituyan la cabeza el “detrás” del movimiento no le hace más que encontrarse con la nada que a él mismo le atraviesa. Mientras el pueblo piensa telepáticamente, el soberanismo deviene la desesperación de un régimen que ya no puede convocar sus antiguos poderes de sugestión.
*Ensayista, Doctor en Filosofía. Profesor e Investigador del Departamento de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile y del Centro de Estudios Árabes. Publicó Políticas de la excarnación. Para una genealogía teológica de la biopolítica (2014), Fragmento de Chile (2019), entre otros.
Bolivia
Bolivia: la importancia de la política menor
Bruno Fornillo*
Lo que existe hoy en Bolivia es un golpe de Estado articulado por el núcleo conservador de la élite regional, soportado por un tipo específico de movilización social urbana y respaldado y ultimado por la fuerza policial-militar. La eficacia y la rapidez con la que se ha consumado el traspaso de poder habilita conjeturar sobre planificación local y aval exterior, pero eso es siempre así. Allí donde el peso mediático-judicial no logra torcer el juego democrático retorna la militarización de la política, y marca el tono de hasta dónde están dispuestos algunos sectores a avanzar para zanjar la balanza de una renovada guerra civil subcontinental, en la que Brasil vuelve a ser el gendarme privilegiado. Se trata, a su vez, del lugar que ocupará la región, en un muy complejo tablero de estrategias propias y subordinaciones exógenas, ante un escenario de más escala atravesado por la tensión entre el Asia en ascenso y el mundo atlántico declinante.
Hay, también, un desmoronamiento propio. Sergio Almaraz Paz, uno de los más destacados intelectuales bolivianos del siglo pasado, escribió que el golpe del 64 en Bolivia se realizó sobre lo que quedaba de la revolución del 52. Ella había encumbrado al Movimiento Nacionalista Revolucionario gracias a que los mineros derrotaron militarmente al ejército oficial, se nacionalizaron entonces las minas y se aplicó la reforma agraria, pero con el paso del tiempo fue menguando el empuje inicial. La concesión de intereses a una burguesía tremendamente débil, el rearme del ejército y Estados Unidos volviendo a ocupar un lugar destacado –que, como dato no menor, era casi el único comprador de estaño, casi único producto del país– terminaron por socavar la movilización de masas. Transcurridos 12 años ya no hubo fuerza social dispuesta a resistir el avance de la asonada militar. Una diferencia de peso con aquel momento histórico es la performance económica que puede presentar el evismo, que indudablemente posee guarismos intachables en casi todos los rubros (lo cual, también, y sobre todo, llama a tomar nota una vez más de los límites de la asociación entre crecimiento económico, bienestar material y participación política). Si el tiempo del nacionalismo-popular se agotó en el 64, el tiempo de un modo de concebir lo nacional-popular parece haberse agotado ahora, pero no por la vía de la economía.
Es indiscutible que en año 2008 la rebelión de la “media luna” contra Evo Morales tuvo un calibre tan amplio como la actual protesta de la reacción, con tomas y control completo de las regiones del “oriente boliviano” e intentos decididos de propiciar el caos y la guerra civil; y además la injerencia norteamericana era explícita (habían enviado al antiguo embajador de la balcánica zona de Kosovo). Sin embargo, ese mismo embajador –Philip Goldberg– fue expulsado del país y la CONALCAM –dirección conjunta de las organizaciones sociales–, tuvo una capacidad de respuesta inigualable: sitió Santa Cruz, derrotó a la élite tarijeña, se militarizó Pando y el triunfo fue rotundo. Tras ello, la Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia vio luz y el MAS hizo casi todo bien a la hora de reproducir su dominio: tuvo un peso mayor en el poder judicial, mas injerencia mediática, e incluyó de manera subordinada a las élites departamentales díscolas, en una suerte de hegemonía consumada. Hizo lo que otros gobiernos de la región, por la causa que fuera, no hicieron. Su contracara fue convertir a la gestión estatal en un bastión y limar los proyectos más radicales –por caso, menguar fuertemente el avance de la reforma agraria sobre las tierras cruceñas–, ciertamente disruptivos, que formaban parte de la genética del movimiento societal.
Es cierto que todas las hegemonías envejecen. El masismo, amarrado a una cultura originaria y a la visión de la política como servicio al pueblo, había visto como nadie el caudal de capital político y simbólico que representaba sostener y ejercer una línea ética desde la gestión de gobierno (paradójicamente, había percibido que no se trataba solo de economía y que la mayoría de la población gusta reconocer valores más nobles, como el esfuerzo y la honradez de quien comanda). La fisura que generó no atender lo suficiente a la pérdida de un referéndum que preguntaba por la posibilidad de una nueva reelección del binomio presidencial, y la esperable indicación de irregularidades en el conteo electoral último, dieron paso a una caudalosa protesta que no haría más que crecer, azuzada por las élites relegadas y por las clases medias urbanas que habían perdido sus signos de distinción, necesarios al carecer de otros. Detonó entonces una avanzada revanchista que tuvo a Camacho como figura refulgente de una extraña mezcla de machismo, cristianismo, regionalismo, anticomunismo, y halló un terreno limpio para avanzar escoltado por blindados. Que la derecha sea repudiable e impresentable, como es usual, no nos quita señalar que el evismo trastabilló al interior de su fuente madre de poder y concepto horizonte clave de la política local, porque la importancia de la democracia representativa es una línea decisiva que subtiende el hoy con la rebelión campesina de 1979 cuando ella “se incorporó al acervo político o a la acumulación hegemónica de las masas”.
Sin embargo, fue el predominio del MAS en la gestión estatal y la desconexión parcial con organizaciones sociales de peso, navegando entre la dispersión, la tutela y el accionar de cúpula, lo que nos puede hacer comprender por qué la Confederación Campesina, los indígenas del Oriente Boliviano, la CONAMAQ aymara, y la Central Obrera Boliviana no tuvieron los reflejos como para dimensionar lo que estaba en juego en tan solo un par de días, casi horas. En los hechos, si bien lo que venía era y es incierto, más bien nefasto, lo anterior no despertó poner el cuerpo para defenderlo, básicamente porque ya no se concebía automáticamente como propio. Este punto es central. La respuesta, ciertamente heroica, de la ciudad del Alto y de los ponchos rojos aymaras de las comunidades paceñas, que descendieron al grito de “ahora sí, guerra civil” son el atisbo de una resistencia de última hora. Desde Tupak Katari que en la hoyada paceña se espera que los aymaras desciendan desde el norte y eso seguirá siendo así, porque ya no es posible quemar la bandera aymara. Se intuía una masacre, y la policía no tardó en pedir auxilio a los mandos militares, y eso porque Bolivia –y también Ecuador–, son países donde es posible pulsear con el ejército palmo a palmo si hay un bloque popular sólido. Esta vez no se amalgamó, pero tiene vida propia.
Ciertamente, además de las miradas que hoy, con razón, pero con no menos insistencia enfocan en la figura de Evo Morales, no debemos olvidar que ella misma es fruto de un ciclo político que cumplió cerca de 20 años: despunta en el año 2000 con la “guerra del agua”, alumbró la exigencia de nacionalización del gas y asamblea constituyente en la “guerra del gas” y fue la causa directa de que Evo estuviera en el Palacio Quemado. Significó, también, un cambio en la composición de poder elitario de Bolivia y, fundamentalmente, una transformación radical de la cultura política acerca de quienes tienen derecho a participar y dirigir los destinos del país. Una ruptura que muy difícilmente tenga vuelta atrás. Son perspectivas que acercan confianza, porque no hay dudas que los movimientos sociales campesinos, indígenas, obreros y vecinales poseen una capacidad de organización y de veto político que hoy por hoy permanece latente, y que si bien pueden verse llamados por los beneficios que pueda ofrendar el gobierno de turno, ya no van a rendirse a uno que no sea ideológica y políticamente afín, y menos si no respeta sus intereses. No es una consigna acerca de la esperanza que debemos depositar en la vida política popular, es simplemente la evidencia de que la historia de Bolivia está signada por la protesta de una sociedad civil densa y organizada, la cual no se desestructuró en los últimos años, sino que experimentó lo que significa mandar en el país.
El golpe fue duro, y es verdad que sus consecuencias parecen perdurables, pese a que persista un vacío de poder que no será fácil de llenar con un porcentaje altísimo de la población que votó al evismo, y todo indica que quien venga va a tratar de hacer pie en el mar. La importancia de las calles, del subsuelo político, aunque parezca menor, es la novedad protagonista de las movilizaciones que actualmente sostienen la sinuosa guerra civil sudamericana. Más allá de la figura del golpe, de la traición, del águila del norte, de los errores estratégicos, parecería necesario pensar el vínculo entre las organizaciones de base y el gobierno, la apuesta por la democracia intensa, la importancia de la sociedad civil movilizada: ella fue el impulso del cambio, sigue firme en Bolivia y también será quien se anteponga a la dictadura cruenta que asoma del otro lado.
* Historiador, Doctor en Ciencias Sociales (UBA) y en Geopolítica (Paris 8), Investigador CONICET. Integra el Instituto de Estudios sobre América Latina y el Caribe. Es docente en la Cátedra de Historia de América Contemporánea (FFyL, UBA). Trabaja sobre historia contemporánea de Bolivia y problemáticas vinculadas a recursos naturales, energía y geopolítica. Coordinó la publicación de Geopolítica del litio (CLACSO, 2015).
Gobierno transitorio; un asalto a toda velocidad*
María Galindo*
Le cuesta pronunciar a Jeanine Añez la palabra transitorio, en vano intenta disimular su angurria y su regodeo de ser la presidenta del Estado por azar. Otro tanto de lo mismo, le pasa a la Canciller del Estado o al Ministro de Gobierno, que ridículamente nos habla de que va a cambiar el país. La frase de por sí resulta ridícula, pero revela la ambición de quedarse allí el mayor tiempo posible.
Han entrado al Estado como una banda de atracadores. En muchos casos no tienen intención alguna de cumplir la Ley General del Trabajo, se cometen abusos todos los días en todas las instituciones del Estado porque los y las nuevas autoridades entran amenazando y maltratando a la gente. Hemos pasado de un mal gobierno a otro mal gobierno; hemos pasado de una lógica de rapiña a otra lógica de rapiña. De una lógica de aprovechamiento a otra lógica de aprovechamiento, lo que ha cambiado únicamente es la banda de asalto.
Hacen cosas que para un gobierno transitorio son inexplicables, como la pretensión de la ministra de Medio Ambiente, María Elva Pinckert, de reforestar la Chiquitania. No está en el cargo ni unas pocas semanas, de conocimiento del tema no tiene ninguno y su mérito debe ser haberse hecho amiga de Jeanine Añez, en la parasitaria oposición en el Parlamento, o simplemente haber suscrito algún compromiso con las fuerzas ecocidas de este país para entrar al ministerio con el único fin de aprovechar esa quema para reforestarla de inmediato, sin respetar la pausa ecológica para la restitución del ecosistema que se pedía a Evo Morales y que éste tampoco tenía la intención de cumplir.
Sé que hay trabajadores del Estado que están siendo amenazados con juicios si no renuncian para simplemente poner a sus amigotes, tal cual se hacía antes.
No están salvando el país, ni mucho menos, han entrado para aprovecharse y eso no logran disimularlo; han entrado con revanchismo, con saña, con resentimiento.
Quieren cumplir tareas como el caso del bosque chiquitano o la renegociación del contrato de venta de gas, que no les corresponde como gobierno transitorio, que tiene como única tarea la de convocar a elecciones.
Las primeras semanas se han dedicado a amedrentar militarizando y reprimiendo, y ahora que han suscrito un acuerdo quieren tener la tranquilidad que les permita llenarse los bolsillos.
La prometida meritocracia no alcanza a ser ni un chiste. Los cargos se reparten según campo de intereses que no tienen nada que ver ni con la experiencia ni con el conocimiento. L@s indígenas nombrados juegan el mismo papel que en el anterior, son legitimadores subalternos necesarios para acallar las denuncias de gobierno racista.
Lo que ha entrado al Palacio es una fuerza tan destructiva como la que lo habitaba, ni más ni menos. El juego simbólico Biblia vs. wiphala es un juego teatral porque son capaces de restituir la wiphala y llamar, tal cual hemos visto en el diálogo, de “hermano” al dirigente como forma utilitaria, paternalista de relacionamiento, siempre y cuando eso les permita hacer y deshacer a gusto y gana.
No pretendo minimizar el valor simbólico de la wiphala, pero sí subrayar la relación utilitaria de la wiphala; el MAS la utilizó para aplastar las autonomías indígenas, este gobierno la puede usar también para acallar las denuncias de racismo. El uso de los símbolos que tanto invoca la sociedad como máxima expresión de respeto no es tal.
Las próximas elecciones tendrán como único mérito poner un límite temporal a este gobierno, que más que transitorio podríamos llamarlo de improvisación, mediocridad y matonaje.
Pero ojo, las elecciones no traerán las soluciones de fondo porque la crisis política que atraviesa la sociedad boliviana es una crisis que no se soluciona con la transición de un gobierno a otro. Es una crisis de representatividad que reposa en la Ley de Partidos, que no se ha cambiado; es una crisis de legitmidad que obviamente no se ha resuelto, sino que se ha agudizado y que sólo le toca ya tocar fondo. Es también una crisis de horizonte político.
No es que estábamos mejor con Evo, todas estas iniquidades a las que estamos asistiendo son la herencia que deja el caudillismo evista, del que estos inquilinos transitorios del poder estatal se están aprovechando; increíble pero cierto.
* Texto originalmente publicado en Diario Página 7 de Bolivia (27 de noviembre de 2019)
* Militante feminista, psicóloga, comunicóloga. Cofundadora en 1992 del colectivo Mujeres Creando, aun activo. Codirige Radio Deseo en Bolivia. Sus intervenciones públicas y happenings le valieron varias detenciones, en distintos momentos, por la policía boliviana. Es autora de No hay libertad política sin libertad sexual (2017), No se puede Descolonizar sin Despatriarcalizar (2013), entre otros y junto a Sonia Sánchez, Ninguna mujer nace para puta (2007).
Los tiempos de la crisis boliviana
George Komadina Rimassa*
Κρίσις: un momento donde todo está en vilo, un método de conocimiento de la sociedad, pero también un instante donde se asoma el futuro.
Por su complejidad, alcance e intensidad, la crisis política boliviana no tiene precedente en la historia del país. Fue un momento breve, apenas un mes, a caballo entre octubre y noviembre, donde se sucedieron, vertiginosamente, hechos inesperados que desembocaron en la renuncia de Evo Morales, su exilio en México, la constitución de un gobierno de transición y la convocatoria a nuevas elecciones.
El episodio imprevisto, el acontecimiento, fue la eclosión de una movilización ciudadana espontánea, sostenida, multiforme y potente que desbordó a los partidos politicos para protestar contra el fraude electoral y demandar elecciones limpias. Una insurrección moral frente al abuso de poder. La parálisis del sistema político institucional, su impotencia para procesar las demandas de transparencia electoral, desplazó la democracia a su territorio más elocuente y peligroso: las calles.
La crisis debe también ser leída como parte de una historia más larga, es obra de las contradicciones, los logros y fracasos, de un ciclo político de catorce años (2006-2019), y cuyo momento más alto y luminoso fue la fundación del Estado Plurinacional. Hoy, la crisis revela la clausura de ese proceso y sobre todo el colapso de un esquema de gobernabilidad dominado por la hegemonía del Movimiento Al Socialismo, expresada no solamente en la ocupación de todos los Poderes del Estado, sino también por la colonización de la sociedad civil a través del control de las organizaciones sociales estratégicas, principalmente los sindicatos campesinos y obreros. A pesar de sus logros y su potencia, el “proceso de cambio” colapsó cuando desconoció los resultados del referéndum del 21 de febrero de 2016 que rechazó la repostulación de Evo Morales.
Dos hechos indiscutibles fueron revelados por la crisis: primero, una enorme fractura social, étnica y cultural entre el campo y la ciudad que se expresó en la geografía electoral (el voto del MAS domina en las áreas rurales mientras que sus adversarios ganaron en las ciudades capitales), pero también en los enfrentamientos callejeros; segundo, la democracia como dispositivo institucional y modo de vida está fuertemente arraigada entre los bolivianos, se ha convertido en sentido común.
Se ha cerrado un ciclo político y empieza otro. La política en democracia no termina nunca, no debe terminar porque ella es el único recurso que tiene la sociedad para evitar la violencia y la destrucción del tejido social. El futuro de la democracia boliviana (este es el tiempo largo de la crisis política), tiene los contornos de un ciclo post-hegemónico que debe dar lugar a un ciclo de pluralismo político e ideológico. Un tiempo de reconciliación. Será eso o no será nada.
* Sociólogo, hizo su maestría en Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París. Es profesor e investigador de la Universidad Mayor de San Simón de Cochabamba (Bolivia). Fue candidato a senador por Comunidad Ciudadana. Es autor de El movimiento afroboliviano (2017), coautor de El Intercambio Político. Indígenas y campesinos en el Estado Plurinacional (2017), entre otros.
Bolivia – Argentina
Argentina/Bolivia. 2020
Bruno Napoli*
Las cuerdas (o los alambrados)
En julio de 2008 terminaba en Argentina un paro patronal del campo de cuatro meses, con cortes de ruta en todo el país bloqueando el abasto de comida y otros productos a las ciudades, y restringiendo las exportaciones durante meses (única garantía de ingreso de dólares para el Estado nacional y los estados provinciales) que tuvo en ascuas a la política institucional con los recuerdos perennes de 2001. En agosto de 2008 comenzaba en Bolivia un paro de las mismas características piqueteras y patronales que no solo afectó el abasto a sus propias ciudades, sino que también restringió las exportaciones (y los dólares) a sus vecinos Brasil y Argentina. Los dos eventos sucedieron como reacción corporativa a lo que consideraron una injerencia en los negocios privados de los grupos económicos que los representaban: los patrones del campo argentino en contra de pagar impuestos y retenciones sobre la extracción de riquezas naturales de la tierra/los patrones de los hidrocarburos bolivianos en contra de pagar regalías por la extracción de las riquezas naturales de la tierra. Negocios privados por sobre los derechos del bien público que no se puede mudar: la tierra.
Contra
En noviembre de 2019, Bolivia encuentra a los comités cívicos rearmados cortando rutas, tomando el control del gobierno y estableciendo su palabra “republicana” en la defensa de los privilegios corporativos reclamados en 2008. Un evento político extraño, anómalo, que no compone antecedentes visibles en sus formas que se puedan reconocer, mas sí en su requerida violencia pública que desmadra cualquier convivencia colectiva y antepone la ilusoria “defensa de todos” para solventar desde el Estado la material componenda política entre empresarios millonarios y financistas de toda laya.
En diciembre de 2019, Argentina encuentra un comité cívico republicano (“campo+ciudad”) conformado por los patrones del campo, que con las imágenes redentoras de sus defendidos privilegios en 2008, reclama no avanzar un ápice sobre sus prebendas, bajo la ilusoria “defensa de la República”, y amenazando con volver a cortar el abasto de alimento a las ciudades si el nuevo gobierno que asume el 10/12 se atreve a poner un mínimo de alícuota en la renta extraordinaria que obtienen los exportadores de las riquezas del suelo.
El gobierno
Evo Morales fue expulsado de su gobierno en medio de un caos generado por la violencia desatada por los “republicanos” en un conflicto que ayuda económicamente a Brasil y hunde a Bolivia en la incertidumbre más absoluta. Nadie puede saber cómo sale el país de este desaguisado que recompone el poder material de los dueños del bien imposible de mudar.
Alberto Fernández asume el gobierno en medio de un caos generado por la violencia desatada por la especulación financiera sin antecedentes cercanos y con el empoderamiento de un sector importante de la sociedad que ya no teme ser incorrecto políticamente y puede decir sin pruritos que es necesario que una parte de la sociedad quede marginada (o eliminada) para que otra viva dignamente en la República. Y así como perdió la corrección política, también la extravió al amenazar abiertamente a quien debe asumir la responsabilidad de hacer cumplir los derechos del bien público por sobre los componentes privados de la riqueza que se extrae del bien común inmudable.
La tierra
Produce renta extraordinaria cuando sus riquezas naturales tienen demanda infinita: la comida y la energía la tienen, pues son los dos componentes que mueven corporal y mecánicamente los elementos productivos de un territorio. Cuerpos y máquinas demandan comida y energía, y sin ellos nada se mueve. Pero sus propietarios ocasionales (producto de la acumulación originaria de la América colonial) saben que una fábrica, cuando no acuerda con el Estado de turno, puede mudarse. La tierra no, y eso hace sucumbir las formas cívicas de reclamar por los privilegios, en violencias desatadas que no tienen límite. Por eso pueden desabastecer ciudades y países si es necesario para no pagar por lo que ganan extraordinariamente.
En esta asunción, el gobierno está contra las cuerdas (o los alambrados, para ser más exactos), pues la fuente de ingresos monetarios del país no son las exportaciones, sino la renta extraordinaria que éstas generan desde la pampa húmeda, y si no se avienen a pagar retenciones, tendremos dos problemas sin resolver: el precio de la comida seguirá por las nubes y los dólares que necesita el país y que obtiene de su propia tierra, nunca se cobrarán. Deberíamos asumir que la imposición violenta acordada, que pesa sobre todos nosotros por mandato constitucional, en cualquier ámbito de la actividad privada que afecte a la cosa pública, debe comenzar a ser imposición también para los que no pueden mudar sus fuentes de riqueza, a sabiendas que no hay imperio de la violencia estatal que resista un desnivel como el que no soportó Bolivia.
* Historiador, docente (IUPFA). Fue coordinador de la oficina de DDHH de la Comisión Nacional de Valores, donde realizó una labor pionera. Autor de En nombre de Mayo (Milena Caserola, 2014), coautor de La dictadura del capital financiero (junto a Celeste Perosino y Walter Bosisio; Autonomía – Peña Lillo en Red Editorial, 2014)
Colombia
La fiesta del Paro Nacional
Alexandra Martínez*
“Pasan de las protestas a la rumba”, se queja impotente ante las cámaras el habitante de una zona residencial de Bogotá cuya normalidad ha sido interrumpida por las manifestaciones y cacerolazos que siguieron a la convocatoria del Paro Nacional el pasado 21 de noviembre en Colombia (21N). El hombre no cree sus propias palabras, atisba la contradicción a medida que las pronuncia, pero no puede contenerla: está en la calle con dos vecinos y un cartel protestando contra la protesta; dice que apoya el paro nacional, pero que la bulla y la música y la gritería hasta tan tarde no son la forma, la gente necesita dormir; hasta propone la construcción de un espacio alejado de las zonas residenciales donde los ciudadanos puedan ejercer su legítimo derecho a la protesta sin molestar a nadie.
La perplejidad de este hombre es solo una forma reactiva de enfrentar las dos semanas de historia que nos han golpeado en la cara. “De las protestas a la rumba”: lo repito con alegría porque allí presiento el tamaño de lo que nos está sucediendo, el cambio que está en marcha.
Y es que hasta el 21N en Colombia estábamos acostumbrados a consumir las desgracias al por menor y también de a poquitos a aceptarlas. Parecía que nos habíamos endurecido. Especialmente en las ciudades que solo conocen por televisión lo peor de la guerra. Luego de más de cincuenta años de conflicto armado interno, de narcotráfico rampante, corrupción indiscriminada, despojo, pobreza y políticas que refuerzan la desigualdad, la mayoría soportábamos más o menos sin sobresaltos las noticias diarias de otro gran desfalco, de la muerte de otro líder social. El triunfo de la campaña del “No” al plebiscito –impulsada por el uribismo contra la refrendación de los Acuerdos de Paz que el gobierno de Juan Manuel Santos firmó con la guerrilla de las FARC– y la posterior llegada a la presidencia de Iván Duque –el candidato de nuestro eterno presidente Álvaro Uribe– confirmó que la política del miedo y del odio seguían siendo las que más afectos despertaban en los colombianos. O mejor, que la mayoría de nosotros solo podía reconocerse en el miedo y la desconfianza, que constituíamos nuestra subjetividad inmunitariamente a partir de la identificación de ese otro externo y pernicioso: la guerrilla, los venezolanos; hoy, los “vándalos” de las protestas.
¿Qué es lo histórico? ¿Qué es lo nuevo? Comparadas con la naturaleza y el alcance de las protestas recientes en otros países latinoamericanos, las movilizaciones colombianas no parecen excepcionales. ¡Y seguramente con razón! Los colombianos realmente somos unos novatos de la protesta. Desde el Bogotazo –el 9 de abril de 1946–, las élites colombianas han alimentado con eficacia la idea de que las pasiones desordenadas e incontrolables del pueblo fueron las culpables de la destrucción de la ciudad. Con implacable condescendencia afirman que el pueblo no sabe qué quiere y mucho menos cómo pedirlo. Y, por eso mismo, que dejado a su albedrío es una fuerza rabiosa de destrucción, muy peligrosa para la estabilidad de la nación. Eso y la consolidación del enemigo comunista ayudaron a dar forma a la narrativa que tiene a la manifestación social como sinónimo de disturbio y a los manifestantes como guerrilleros, comunistas o delincuentes (o los tres), sin la menor consideración de los motivos y las formas particulares de la movilización.
El tratamiento de la protesta social como problema de orden público ha sido la regla en nuestra historia reciente. Y con el regreso del uribismo la hemos visto operar con cada vez mayor determinación. El Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional ya ha sido vinculado a la muerte de 34 ciudadanos desde su creación. Las imágenes que asocian la mayoría de los colombianos a la protesta social son, de hecho, estas siluetas negras con escudos, entre gas lacrimógeno, confrontando jóvenes encapuchados, los “vándalos”. La estigmatización de la protesta, la represión policial, y los tendenciosos cubrimientos de los medios de comunicación han contribuido a que la mayoría de la población considere que no está bien, que es riesgoso o innecesario, salir a la calle manifestarse democráticamente para exigir derechos. Tan profundo ha calado esta narrativa, que la mayoría desconoce –cuando no justifica– las prácticas corrientes de abuso y represión policial.
Hasta el 21N las protestas se mantenían numerosas pero contenidas, el Gobierno había escuchado y firmado acuerdos con estudiantes, indígenas y trabajadores solo para incumplirlos. Apenas anunciado el Paro Nacional del 21N, puso en marcha la estrategia: los medios tradicionales, que ya vale decir oficialistas, con el libreto del vandalismo y las afectaciones a la movilidad operando; el partido de gobierno viralizando todo tipo de hipótesis descabelladas que anticipaban que el paro terminaría en violencia; el Gobierno en todos los medios deslegitimando las razones para marchar y negando el incoformismo. Cada vez más nerviosos, desde el partido de gobierno se consideraron complots del Foro de Sao Paulo, de Venezuela, de Cuba, de la oposición. Todos evidentemente falsos. Allanamientos ilegales y censura a medios de comunicación independientes y artistas a pocos días del paro. Veníamos de semanas en las que se había hecho público el bombardeo de 18 niños en una operación que se presentó como un éxito militar. Y la desafiante, imbécil e indolente respuesta del presidente al ser interpelado por el bombardeo: “¿De qué me hablas, viejo?”, cuando el país no hablaba de otra cosa. La desesperación fue tan evidente que terminó motivando a más ciudadanos a protestar. Se virilizaron viejos trinos de miembros del partido de gobierno en los que condenaban en Venezuela exactamente lo que el gobierno hacía ahora en Colombia.
Así llegó el 21N y fue maravilloso. Cerca de un millón de ciudadanos salieron a las calles, en todas las localidades de Bogotá, en numerosas ciudades y municipios del país. Las calles se convirtieron en un crisol de demandas y personas diversas: los movimientos de izquierda tradicionales que suelen participar, pero también nuevos movimientos estudiantiles, feministas, LGBTI y ambientalistas, así como personas que expresaban por primera vez en la calle sus inconformidades. Fue masivo, alegre y festivo. En Colombia no sabíamos nada sobre la posibilidad de estos encuentros. Estar en medio de desconocidos y sentirnos parte de algo más que nosotros mismos. Pero, como era previsible, las emisiones de noticias centrales de los medios tradicionales limitaron su cubrimiento del paro a las imágenes finales del ESMAD ingresando a la Plaza de Bolívar para dispersar con violencia una manifestación hasta entonces tranquila. Los periodistas satisfechos repetían la profecía autocumplida: la protesta era violenta. Como siempre, los “vándalos habrían opacado la marcha”.
Quizás el irrespeto a nuestra inteligencia y los intentos descarados de manipularlos llevaron a que los ciudadanos, en sus barrios, convirtieran la desazón en energía festiva: el 21N tuvo lugar el primer cacerolazo de la historia del país. Nunca habíamos visto en las zonas residenciales de Bogotá familias enteras en pijama, amigos y desconocidos juntos con sus cacerolas. Se escuchó el ruido metálico en toda la ciudad y desde entonces este paro no se detiene. Esa noche nos quedamos con la última palabra sobre la naturaleza pacífica de la manifestación y cada día desde entonces los que salen a las calles y a las ventanas le disputan la última palabra a una élite que los desprecia, a un gobierno que no escucha, a un Congreso que sigue pasando reformas que profundizan la desigualdad, a una policía que asesina, a unos medios que no les interesa cumplir con su misión, a un presidente inepto, al Estado paramilitar que intentan construir. Y lo hacen alegres a pesar de la incertidumbre y la represión.
El escritor colombiano Juan Cárdenas trinaba sobre los intelectuales y líderes de opinión preocupados por la posibilidad de que la protesta se desvirtuara en medio de tanta fiesta, llamando a los manifestantes a detener el desorden y entender que gobernar no es fácil, que había que tener paciencia y definir bien qué es lo que quieren. Que ya era suficiente. A estos defensores de la normalidad “lo que más les jode es que estemos haciendo esto con una alegría tan descarada. Aquí la fiesta llevaba décadas secuestrada por la cultura narco-paraca de la muerte. Estamos recuperando hasta la fiesta, que es quizá nuestro gran talento como pueblo”. Como no parece funcionar el miedo, intentan con el menosprecio y la condescendencia. Menosprecian a los jóvenes porque en realidad nunca han creído que pueda haber otro móvil que el miedo ni otro fin que la propia seguridad, que la propiedad. Nos ven alegres, brillantes, solidarios, sensibles, articulados, en la calle, en las ventanas, cuidando lo que es de todos, compartiendo el dolor y también la alegría del encuentro ¡y no lo pueden creer!
Lo histórico en Colombia es que sus ciudadanos recuperaron las calles, las han hecho de nuevo verdaderamente públicas. Se ha fragmentado la idea del espacio público como un render impecable y vacío. Hemos comprendido que es en el contacto de la piel que el espacio se transforma, justo cuando compartimos con otros sustrayéndonos del ciclo de reproducción del capital. Cuando dejamos de producir y empezamos a bailar. Somos cuerpos políticos en el límite de nuestros cuerpos productivos. De paso, en un país con una historia tan profunda de violencia, hemos empezado a ver que sus víctimas no quieren lástima sino igualdad y garantías. Estamos viviendo esto por primera vez y los triunfos simbólicos ya hemos empezado a cosecharlos. Harán futuro. No es poco, aunque tampoco suficiente. ¡Vamos de la protesta a la fiesta!
* Estudiante de filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Miembro activa de la Fundación Contraste (de trabajo social en las cárceles). Actualmente, adelanta su investigación de grado sobre los vínculos entre estética y política en el pensamiento de Friedrich Schiller.
Alienígenas en Latinoamérica: líderes sociales en Colombia, manifestaciones territoriales y resistencia como abducción
Santiago Arcila Rodríguez*
1.
El 26 de julio se convocó una marcha mundial para denunciar el asesinato de líderes sociales en Colombia. El 6 de noviembre se llevó a cabo un debate de control político en el senado, para confrontar al ministro de defensa, Guillermo Botero, quien mintió al país al presentar como un rotundo éxito la operación del bombardeo en contra de las disidencias de las FARC, realizada el 30 de agosto de este año en San Vicente del Caguán: lo que quedó en evidencia fue el homicidio de 18 menores de edad que se encontraban en el lugar del ataque, cuyo paradero no era desconocido para las fuerzas militares, quienes, según las pruebas otorgadas por los ponentes del debate, habrían actuado de forma deliberada bajo las órdenes del ministro. Esto, sumado a los escándalos de corrupción al interior de la Universidad Distrital, a la insistencia en la aprobación de nueva reforma tributaria en detrimento de las clases más bajas, y a un millar de insatisfacciones comunes de la gente, terminó desatando una jornada de protestas en el país. El 21 de noviembre (21N), y recogiendo el ánimo proveniente de las manifestaciones en Ecuador y Chile, se inició el paro nacional que lleva a la fecha 16 días en contra de las políticas del presidente Iván Duque del partido de derecha, Centro democrático. Para los partícipes del paro, dicha política –que de democrática tiene más bien poco pues no es más que la prolongación mezquina de la forma de exclusión gubernamental que ha dominado al país desde sus inicios– además de querer “hacer trizas el acuerdo de paz” con la guerrilla de las FARC, no responde a las necesidades de las mayorías del país en términos de derechos a la salud, la educación, el trabajo digno, la jubilación, el medioambiente; y tampoco asegura los derechos de las mujeres, las comunidades LGBTI, los indígenas, los afro, y por supuesto, los líderes sociales.
Centrando la atención en estos últimos, en lo que va desde la firma del Acuerdo de paz en 2016, son más de 600 vidas aniquiladas en los territorios rurales del país. El motivo principal de estos homicidios selectivos es el problema de la tenencia y uso de la tierra, que es, de hecho, uno de los problemas centrales de la desigualdad, la violencia y la exclusión en Colombia. En este contexto, las reivindicaciones y reclamos que hacen las comunidades bastan por sí solas para convertirlos en objetivo militar de mafias de la minería ilegal, el narcotráfico y el paramilitarismo. Estas reivindicaciones van acompañadas de formas de organización alternativas que son una expresión de resistencia frente al modelo estatal de gubernamentalidad dominante de gestión de la vida y la muerte, que naturaliza la situación precaria y frágil a la que están destinadas las existencias de estas comunidades: los homicidios sistemáticos de líderes sociales son una expresión actual de la violencia que el realismo capitalista, definido por Fisher, lleva acabo enérgicamente en América Latina. Se trata de un realismo cuyos defensores más fervientes son, como Cristina de la Torre afirma, una “derecha rapaz que se nutre del conflicto agrario, sazonado con sangre, desde hace 200 años”.
Según el informe del CINEP titulado ¿Cuáles son los patrones? Asesinatos de Líderes Sociales en el Post Acuerdo (2018),después de los acuerdos de paz se reconoce “una tendencia general a la baja en el número de víctimas mortales por cuenta de la violencia derivada del conflicto armado, pero se evidencia una tendencia al aumento de las violaciones al derecho a la vida de líderes sociales y defensores de derechos humanos”. La situación es tan crítica que casi resulta un acontecimiento amanecer sin la notificación mediática de un nuevo homicidio. Se informa a la ciudadanía de casos en los que, antes de matarlos, los líderes han recibido amenazas telefónicas o escritas, a veces anónimas, otras veces firmadas por el grupo paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) o por las llamadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) o por una mutación sin rostro que se presenta bajo el nombre de Águilas Negras. El ministro de defensa saliente niega un “resurgimiento” del paramilitarismo, y afirma que se trata de casos inconexos, relacionados con la delincuencia común o pequeños carteles sin relación alguna. Icónico fue el caso de la líder cordobesa, María del pilar Hurtado, cuyo despliegue mediático fue intenso durante algunos días debido a la grabación que da testimonio del momento en que le disparan desde una moto enfrente de su hijo. El video muestra la reacción del niño que grita y da vueltas, presa del shock. En esta ocasión, el ministro de defensa mantuvo de nuevo su versión: no hay sistematicidad, no hay paramilitarismo, se trata de casos aislados. Sin embargo, el medio de comunicación alternativo, Las dos orillas, consiguió la carta de amenaza dirigida por las Autodefensas Gaitanistas a la líder.
En el documental Nos están matando, realizado en el 2017, los directores Emily Wright y Tom Laffay, acompañaron durante mas o menos un año a dos defensores de derechos humanos, el líder de la comunidad indígena Nasa, Feliciano Valencia, que trabaja por los derechos a la tierra, y el líder comunitario afrodescendiente, Héctor Marino, que dedica esfuerzos a establecer un grupo de autoprotección comunitaria, conocido como la Guardia Cimarrona. En este documento audiovisual se hace explicito que, tras el acuerdo de paz, mafias del narcotráfico y la minería ilegal han aprovechado el vacío de poder en las zonas para controlar rutas y territorios. El gobierno está casi completamente ausente, cuando se suponía que era el primer actor que debería haber tomado el lugar que las FARC dejaron. Los miembros de las comunidades se preguntan ¿dónde está el Estado? Y de la mano de este interrogante surge la necesidad de organizarse: expresiones como la Guardia Indígena operan como las únicas alternativas ante la ineficacia de las instituciones y sus dirigentes. En el documental es evidente que las vidas en estos territorios se encuentran continuamente bajo amenaza, asediadas por una muerte planificada: Feliciano ha sobrevivido a tres atentados. Los casos que se denuncian llegan a las autoridades, pero por la naturaleza de la burocracia y de intereses particulares, no avanzan, no hay quién se haga cargo; el aparato burocrático juega al servicio de la violencia, haciendo patente la tesis de Fisher donde se afirma que la burocracia está diseñada para borrar cualquier posibilidad de comunicación con algún responsable.
En este sentido, podemos reconocer, por lo menos, tres responsables de los homicidios programados de líderes sociales: los grupos paramilitares, las mafias y el Estado, en tanto cómplice o ausente. Las alianzas entre minería ilegal, los intereses por los recursos hídricos, la ganadería, el narcotráfico y los grupos armados como la Águilas Negras, son ya un hecho mortal que lleva alimentándose desde hace un buen tiempo, sin respuesta alguna del gobierno.
2.
Bajo este panorama, y de cara a los movimientos en el continente, una nueva política latinoamericana reclama, entre muchas discusiones, caminos para la comprensión intelectual y práctica de la situación presente. Una de las formas en que esta exigencia aparece, consiste en ¿cómo pensar las reivindicaciones, las luchas por la dignidad y la existencia que pugnan por la construcción de otro tipo de mundo? ¿Cómo entender la relación entre el pensamiento y la tierra en las disputas políticas en el continente?
Más allá de la pretensión de agotar las respuestas y siguiendo la idea de sugerir caminos de comprensión, una manera de aproximarnos a dicha exigencia es abordar estas luchas por otras formas de existir, por otros futuros y otros mundos posibles, como luchas entre imágenes del pensamiento, tal como Deleuze las entiende cuando en el terreno filosófico llama la atención sobre los riesgos de la imagen dogmática del pensamiento. Siguiendo a Lapoujade: “De una manera general, la función de la imagen del pensamiento es doble: es a la vez lo que ofrece una tierra al pensamiento y lo que permite al pensamiento distribuir esta tierra o distribuirse en ella.” De esta forma, existiría una imagen del pensamiento propia del realismo capitalista, una axiomática neoliberal-neoconservadora que fundamenta la naturaleza de lo que se entiende por realidad social, económica, política, histórica y afectiva, así como su distribución; en últimas, una imagen del pensamiento que instala y mantiene como esencial una idea y una experiencia de la tierra cuya consistencia, poblamientos, usos y transformaciones obedecen a lógica del libre flujo del capital y su acumulación, como sistema culmen de organización de la vida. En Colombia, el modelo económico imperante es una mezcla de neoliberalismo y feudalismo caracterizado por la concentración de la tierra sin hacer uso productivo de ella: el despojamiento de la tierra está en el corazón mismo de la imagen del pensamiento que ha dominado desde la colonia la política en el país. Es en contra de esta imagen y de la axiomática que la acompaña, hacia donde se dirigen las reivindicaciones encarnadas por los líderes sociales, para quienes no es aceptable que esta forma de necropolítica sea la organización última de la vida. Bajo esta luz, los reclamos de los más de 600 asesinados, y desde el 21N, de los más de 2 millones de colombianos en las calles, no han hecho otra cosa que exhibir las injusticias fundamentales que dan lugar al problema actual de la vida en los territorios.
Esas reivindicaciones, en principio, provienen de una imagen del pensamiento diferente e intolerable que amenaza la forma de organización de la tierra tradicional, pues pone en cuestión la legitimidad del reparto de los recursos y los privilegios. Es una imagen que genera incomodidad, molestia y miedo en los modos de vida señoriales de los que por años se han dedicado a heredar, despojar y acumular tierras en la forma de latifundios. Lo que exhiben las reivindicaciones son las fisuras del realismo capitalista y su tendencia hacia la totalización, es decir, la posibilidad latente de experimentar otra relación con la tierra, y si se quiere, de inventar una tierra nueva:
Poseer un territorio, ¿no es eso a lo que aspira toda reivindicación, toda expresión? Cualquier reivindicación, cualquier pretensión, ¿no es ante todo territorial, territorializante? Arribar a un medio, crearse allí hábitos, inscribir ahí sus marcas y sus referencias como otras tantas delimitaciones, adoptar allí conductas según ciertos ritmos, en suma, componer un ritornelo, ¿no es ya reivindicar un territorio, a la manera de un derecho consuetudinario? Hay reivindicación territorial desde el momento en que hay composición de espacios-tiempos determinados, aun cuando son provisorios o móviles (David Lapoujade)
Un territorio es precisamente una composición de espacios-tiempos que se lleva a cabo gracias a la articulación de hábitos, prácticas, creencias y objetivos. El territorio en su forma de preexistencia parcelada y adjunta a un propietario, el territorio como lugar de desplazamientos y muerte, como objeto de posesión y robo, es un territorio configurado por hábitos y prácticas propios de una imagen del pensamiento cuya expresión política no es democrática. Por el contrario, en el momento mismo en que una comunidad hace nacer la figura de un líder social, se asiste al movimiento de transformación de las relaciones sociales, afectivas, económicas y políticas con la tierra misma, es decir, a la transformación, por medio de una actividad de reconstrucción del territorio, de los espacio-tiempos, de tal modo que los que no hacían parte entran a jugar un papel activo: si es el problema de la inseguridad por ausencia estatal, nacen formas alternativas de inmunidad y reclamo; si es el problema de la destrucción del medioambiente, nacen formas de resistencia para protegerlo; si es la falta de educación, nacen maneras distintas de organización del saber. Es decir, se articula y se asume una tierra que no quiere seguir existiendo de la misma manera, bajo la ficción triste y de disminución de la potencia vital para el pueblo que la habita (Spinoza), una tierra que pugna por adquirir otra forma. En idéntica clave pueden pensarse las manifestaciones en las calles que han tenido y siguen teniendo lugar en Chile, Ecuador, Bolivia, etc. Lo que se ha construido allí es un ritornelo, una articulación del territorio al que le corresponde un reparto distinto de lo sensible al reparto policíaco que se ha querido imponer desde hace años, y que es la expresión de un profundo agotamiento respecto a la manera de hacer política tradicional en América Latina; en estos casos, los ritornelos de las manifestaciones son la instauración de un territorio que es la política que desestabiliza a la policía. La lucha que se inaugura con estos ritornelos que refiguran el espacio sensible, pueden ser también entendida como una lucha efectiva entre ficciones, es decir, entre formas de composición del sentido político, afectivo, económico, histórico, existencial. Una imagen del pensamiento puede dar origen a una multiplicidad de ficciones.
En este caso, la ficción impugnada por los líderes sociales y sus comunidades, es la ficción del capitalismo y su extraña y conveniente relación con las mafias, que construye un contexto relacional en el que la vida hace sentido bajo la marca de un mundo cuya realidad dominante es la que Fisher ha denominado como la ontología de la empresa: “el mundo es un negocio”, ese es el letrero que se pone sobre todos los territorios existenciales, sobre sus fuerzas, recursos y producciones. Esta ficción, además de ser alentada por las políticas públicas de los gobiernos más retardatarios, es alimentada en las prácticas educativas, familiares, de consumo y entretenimiento, de experiencia del éxito y el fracaso, en los ejercicios de la producción de lo que es visible e invisible, de lo que es audible e inaudible, de lo que existe y no existe. Lo que rechazan estos pueblos sobreexpuestos a la muerte es la violencia estructural que sustenta esa ficción, articulada en el atomismo social y la ruptura del colectivo. Las manifestaciones son, en este sentido, expresiones festivas donde las existencias menores, frágiles, al borde de la desaparición se individúan psíquica y colectivamente sobre un fondo afectivo compartido, cuya celebración abre el espacio para la emergencia de nuevas posibilidades de coexistencia:
El proyecto de individualización forzosa [que quieren gran parte de los gobiernos latinoamericanos] nunca puede ser completo. En todo momento, la colectividad puede ser redescubierta y reinventada. El ‘espectro de un mundo que podría ser libre’ siempre tiene que ser reprimido, ya que puede revitalizarse en cualquier festividad que ‘dure demasiado’, en cualquier ámbito laboral u ocupación universitaria que se niegue a la ‘necesidad’ del trabajo monótono, en cualquier grupo que rechaza la ‘inevitabilidad’ del individualismo competitivo. […] El individualismo tiene que ser impuesto, vigilado, obligado». Es preciso atender a las posibilidades que abre la manifestación y el carnaval como reunión de los cuerpos, y acoger ese «espectro (de otro mundo posible) que nos persigue incluso —especialmente— en los más miserables espacios des-socializados». (Mark Fisher)
3.
Ahora bien, ante las posibilidades del cambio que se abren con las manifestaciones de los cuerpos en las calles, ante la afirmación festiva y pacífica de afectos como la ira, la tristeza, la impotencia y la esperanza, los gobiernos, la policía, los representantes de la ontología de la empresa, responden con una estrategia en la que los pueblos y sus líderes son ficcionalizados de tal modo que son forzados a aparecer en el discurso y la práctica como personajes fuera del orden natural de las cosas, como si pertenecieran a otro planeta, como si se tratara de casos recónditos sin valor nacional real, como si sus ideas y actividades correspondieran a un asunto cercano al terrorismo, como si sus reclamos tuvieran que ver con la idea de una anarquía caótica, de un futuro de “oscuridad comunista” o como individuos a los que se les debe lastima y de los que los ciudadanos de a pie son más responsables que el mismo gobierno, etc.
Resulta paradigmático detenerse en un ejemplo reciente de este proceso de ficcionalización, directamente liberado al público a través de las palabras angustiosas de la primera dama de Chile, Cecilia Morel, cuando, ante el movimiento aberrante de las multitudes, les dice a sus amigas, vía telefónica: «Estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice». Pues bien, aquí vale la pena, antes de toda actitud reactiva de desaprobación, extraer una verdad de a puño, y es que la señora Morel capta una dimensión de la realidad que seguro no termina de comprender y que, además, nos permite dar un paso más, respecto a la relación entre sublevación, tierra, pensamiento y política:
- En la actualidad la clausura del mundo y sus posibles es tal, que la imaginación y la resistencia aparecen ante los ojos de la policía, como si provinieran de un afuera radicalmente amenazante y tan insospechado como una alienígena.
- Pero, en este caso, dicho afuera lo conforman aquellos que constituyen el corazón mismo de la ficción neoliberal: la parte de los que no tienen parte en el reparto de la justicia, los pueblos sobreexpuestos, los plebeyos, los excluidos, etc. Es sobre todos estos pueblos que se alza la realidad que le da sentido al lema de Margaret Tatcher, que Fisher enfrenta con tanta lucidez: ante el capitalismo “no hay alterativa”. En el alma de las minorías neoliberales en el poder, ronda la certeza: “Nosotros somos las élites, ellos, si caso, una subespecie de humanidad”.
- Efectivamente los que salen a las calles, así como los líderes sociales, son voceros de otro mundo, creen firmemente en otro pueblo porvenir, y en ese caso, actualizan una potencia extraterrestre en las prácticas que abogan por un viaje espaciotemporal a otra tierra. En este caso, alienígena no es un insulto, finalmente han sido extraterrestres en una tierra inhabitable, en una tierra hecha por la policía para los señoritos, como diría Luciana Cadahia. Todos ellos son extraterrestres, son alienígenas, porque esta tierra los rechaza, esta tierra articulada bajo la imagen del pensamiento neoliberal es una tierra siempre extranjera, donde no hay aire, comida, salud, ni posibilidades de una vida buena, es un lugar sin futuro. El alien, es aquí, el que crea otras imágenes del pensamiento, otras formas de habitar, el que trae otros planetas.
- Hacer de esta tierra otra, implica, en muchos sentidos, una fuerza cosmonáutica que transforme el rostro del mundo en otra cosa; implica virtualizar el territorio, desterritorializar sus múltiples facetas y abrir un espacio para la construcción de otro ensamblaje de relaciones que no es posible sin disputas ni reivindicaciones. Esto es lo que se lleva a cabo en las manifestaciones, y las distintas prácticas que mantienen en el corazón un sentido de democracia.
- Pero las comunidades y sus líderes saben que desterritorializar, como apuntaban Deleuze y Guattari, es un asunto que requiere prudencia, por eso sus prácticas se desarrollan bajo el signo del cuidado del lazo social, de los símbolos que tejen el sentido de pertenencia, de la memoria que atraviesa las generaciones, del trabajo de la tierra, del hogar, de los afectos; no son meras luchas por la cotización de la realidad, son luchas por la actualización de las territorialidades de esa otra imagen del pensamiento, que quiere cristalizarse también en las instituciones estatales, bajo otras prácticas, otros hábitos.
- Sostener otros hábitos y reensamblar el campo social puede ser entendido como una forma de perforación del orden de significación preestablecido de la realidad, como la abertura de un portal que habilita el paso hacia otro planeta, otra tierra. Este portal extraterrestre, alienígena, quiere producir el cambio de una ficción donde el futuro es el no futuro, a una ficción donde se abren los futuros, de una imagen del pensamiento que sustenta una tierra donde la empresa es la última realidad, a una imagen que afirma como realidad ultima, la mayor cantidad de modos de existencia:
Esta es una visión de la política como perforación, como una ruptura en la estructura aceptada de la realidad. La perforación produciría un portal, una ruta de escape de los hábitos cotidianos de esa segunda naturaleza hacia un nuevo laberinto de asociaciones y conexiones… estas perforaciones serian como abducciones (Fisher).
- Pueblos enteros cavando túneles, produciendo abducciones de las sensibilidades. La política como perforación, como abducción, es una multiplicidad de movimientos que conducen de una imagen del pensamiento a otra, de una tierra a otra.
- Aquellos extraterrestres que salen a la calle y luchan por sus derechos, son un riesgo continuo para el orden social dominante, que precisamente requiere de cuerpos dóciles para incorporase. Es en este sentido, que sus reclamos son señalados de conspiración, y de hecho lo son, pero al modo en que Bifo la redefine cuando denunciaba los ataques y las acusaciones que sufría el movimiento autonomista obrero italiano en la segunda mitad del siglo pasado:
Con-spirar significa respirar juntos, y de eso se nos acusa. Ellos quieren ahogar nuestra respiración porque nos hemos negado a respirar de manera aislada, cada uno en su propio y asfixiante lugar de trabajo, su unidad familiar individualizada, su domicilio atomizado.
Con esto presente, conscientes del riesgo que se corre y de la necesidad de cuidarnos entre todos, no queda más que alentar a que la conspiración alienígena crezca, se fortalezca y reinvente, a que el baile de los extraterrestres siga reproduciéndose como una contagio virulento que incremente la potencia vital para la instauración de otra tierra y otra política, y que siga parándole el pelo a primeras damas, ministros, presidentes, terratenientes y demás; el reto que queda por asumir es la cristalización inteligente y consecuente de todas las demandas en instituciones eficientes, de modo tal que se produzca otra forma de gobierno que permita la creación de territorios más democráticos. En la coyuntura actual, se ha abierto un hito en la historia de las invasiones alienígenas: ha ocurrido en Latinoamérica como bloque, una invasión que impugna la organización neoliberal de la tierra y apuesta, por y desde, otra imagen del pensamiento.
* Psicólogo, Magíster en Filosofía. Profesor de filosofía en escuela secundaria. Hace parte activa del equipo de creación interdisciplinario de arte electrónico, Atractor. Investiga en los cruces de la estética, la ecología, la política y la técnica.
Ecuador
Los actuales retos de los movimientos sociales en Ecuador
Decio Machado*
El temblor que vive en la actualidad América Latina comenzó en Ecuador y este terremoto, en el cual las multitudes ni convergen en un uno ni se desvanecen en un movimiento centrípeto aún persiste y se expande por diferentes lugares del subcontinente.
La ruptura entre Estado y sociedad en este pequeño país andino quedó evidenciada durante la primera quincena del pasado mes de octubre y en la actualidad se muestra como un hecho incuestionable. De la acción colectiva que tuvo su protagonismo en las calles de Quito y otras de las principales ciudades del país se articula en la actualidad un tejido social refractario a la obediencia al Estado y desde el cual se defienden experiencias plurales, formas de democracia no representativa, usos y costumbres no estatales.
Esto ha hecho que exista en estos momentos en el país dos realidades: una involucrada en el mundo de la institucionalidad, donde el Estado, a través de sus instituciones públicas y los diferentes órganos de gobierno siguen administrando un país en el cual su ciudadanía ya no les concede credibilidad y legitimidad social; mientras en paralelo, el conjunto de las pluralidades existentes en nuestra sociedad se aleja cada vez más del monopolio de la decisión política que es el Estado haciendo la de universalidad un premisa, un punto de partida inmediato, para la reinvención de “otra” política.
En este contexto y mientras el gobierno sigue en su ruta de profundización de políticas económicas neoliberales y rupturas de viejos contratos sociales establecidos en la Constitución de 2008, vivimos un clima de plena activación por la lucha de los derechos y de hartazgo de la sociedad respecto a los procesos electorales.
Pese a interesados discursos expandidos a través de los grandes mass medias nacionales respecto a la necesidad de reconciliación nacional, Ecuador sigue roto. Pero no está roto porque la gente vaya a votar a -obligatoriamente- diferentes partidos en las próximas elecciones presidenciales (febrero 2021) o no avale las políticas del presidente Lenín Moreno y su Ejecutivo, está roto porque los ecuatorianos no tienen la más mínima seguridad en el mañana. Todas las encuestas y estudios de opinión indican que la gran mayoría de la sociedad piensa que el país va mal y va a estar peor en el futuro.
Así las cosas, en zonas rurales y barriadas periféricas de las grandes urbes los sectores sociales más avanzados de las multitudes de octubre buscan en la actualidad defender la comunidad, los entornos comunes y la necesidad de hacer un país diferente. Esta hoy es la prioridad, buscándose tejer desde la pluralidad y juntar en la diversidad, mientras la política institucional ha dejado desde hace tiempo que ver con lo que podemos llamar la “vida”.
La tregua, tras las movilizaciones de octubre, permitieron al gobierno nacional comprar tiempo. La mediocridad existente entre las diferentes oposiciones políticas institucionales que ocupan bancadas en la Asamblea Nacional (legislativo) permiten a un gobierno sin bases transar leyes bajo acuerdos puntuales en el vil mercado de votos entre curules. Sin embargo, desde lo institucional se carece de soluciones a los problemas estructurales que vive la sociedad ecuatoriana.
Sí, estamos en una crisis. Porque una crisis no es más que lo que sucede cuando las ideas de los de arriba ya no convencen a los de abajo. Exactamente lo que acontece en estos momentos en Ecuador.
El esfuerzo que se realiza en la actualidad desde los sectores de vanguardia que protagonizaron las luchas de octubre, esos otros que se distinguen de ellos –los de la política institucional–, está en posicionar propuestas que respondan a la emergencia política y social que se vive en Ecuador. Ir a las cuestiones centrales devela debates entorno a problemáticas ocultas por décadas para los de abajo, rompiéndose relatos y narrativas políticas que ya no se corresponden con la realidad. Sí, hoy en Ecuador la Matrix sufre un “fatal error system”.
Como era de prever en todo río revuelto aparecen quienes pretenden optimizar su pesca. Así, en la actualidad, diversas organizaciones políticas –algunas del pasado reciente como es el correísmo– buscan optimizar los réditos de la algarabía de octubre y acumular en su caudal político. Nada más alejado de la realidad… Quien quiera representar políticamente a los movimientos sociales evidentemente no sabe lo que es un movimiento social.
La actual situación de bloqueo de la política institucional ecuatoriana se desbloquea desde la no política institucional. Hablemos claro, el capitalismo puede aceptar la crítica siempre y cuando esté en condiciones de convertirla en ineficaz, lo que a la postre constituye una innovadora forma más de censura. ¿Acaso no es a esto a lo que nos ha acostumbrado la macroestructura?
Desde el mundo de lo institucional hace años que ya no circulan ideas novedosas en Ecuador y, por lo tanto, no se alimenta intelectualmente a la sociedad. Hoy, en eso que la ciencia social conceptualizó como sociedad civil se tejen nuevas redes y espacios de organización y autoorganización propias. Es lo que hay que fomentar frente a la tendencia clásica de lo político institucional por absorber a lo socio-político no institucional. La tarea entonces no se encuentra enmarcada en la lucha por sustituir a los agentes detonadores del poder, sino generar una profunda y total subversión cultural.
Como decía Giles Deleuze “la izquierda necesita que la gente piense”, justo lo contrario que impulsaron los gobiernos progresistas del pasado ciclo político latinoamericano convirtiendo a los actores de oposición en parte de los aparatos de poder. Lejos del izquierdismo clásico que tiene una visión instrumental del Estado por la cual entiende que lo único importante es en manos de quien está dicho Estado, lo que buscan hoy los sectores sociales más avanzados del octubre ecuatoriano es volver a buscar la playa bajo los adoquines. Esto implica, conscientes de que la subjetividad no es un proceso libre ni espontáneo, posicionando debates y propuestas hasta ahora “prohibidas” en el debate público de nuestra sociedad.
Lo anterior parte de reactualizar un debate que, si bien no es nuevo, estuvo por años olvidado. Las “izquierdas” clásicas olvidaron de forma sorprendente que incluso para el viejo Marx el Estado no es el reino de la razón, sino de la fuerza y los fetiches. No es el reino del bien común, sino del interés parcial, no tiene como fin el bienestar de todos, sino de quienes detentan el poder. Tampoco es la salida del Estado de naturaleza, sino su continuación bajo otra forma. La salida del Estado de naturaleza coincidirá con el fin del Estado o al menos de su reinvención.
Si los problemas están sometidos a una relación de poderes, la construcción de alternativas pasa por la construcción de contra-poderes fuertes que rompan el rol del biopoder como implementación de acciones políticas sobre la vida, tanto en cuerpos individuales como en poblaciones. El en marco de la actual crisis de representación que se vive a nivel global ese es el actual reto en Ecuador y el resto del subcontinente.
* Sociólogo, periodista. Director de ALDHEA (Alternativas Latinoamericanas de Desarrollo Humano y Estudios Antropológicos), en Ecuador. Fue asesor del gobierno de Rafael Correa en su primer mandato. Es miembro fundador del periódico Diagonal. Coautor de los libros colectivos: Cambiar el mundo desde arriba. Los límites del progresismo (junto a Raúl Zibechi, 2017), Cinema e inmigración (2004), El correísmo al desnudo (2013), Rescatar la esperanza. Más allá del neoliberalismo y del progresismo (2016), entre otros.
Brasil
El lulobolsonarismo anda suelto!
Lucas Paolo*
En el día 8 de noviembre el ex-presidente Lula fue libertado de la prisión, después de 580 días de detención injusta. Tal como venimos defendiendo, la prisión de Lula es claramente ilegítima e ilegal y estuvo orientada por razones políticas –las recientes revelaciones de The Intercept Brasil, en lo que se conoció como “Vaza Jato”, lo comprueban vehementemente. Pero, defender la bandera de “Lula Libre” no significa, de nuestra parte, una adhesión sin más al lulopetismo ni tampoco una defensa de Lula como héroe de aura incorruptible. Celebramos cuando Lula, en su discurso antes de ser detenido, decía que Él debía salir de escena para transformarse en una idea; pero en la cárcel la idea se transformó rápidamente en un Fantasma, una insistencia en la repetición de lo mismo: “Bolsonaro jamás habría ganado las elecciones si Yo no estuviera en la cárcel”. Lula tiene menos de Mandela y Mujica de lo que a la buena izquierda le gustaría creer. Y la derrota del lulopetismo transformó ese fantasma en una Idea ineludible y total: no hay cómo escapar a la repetición hasta 2022 –la próxima elección para presidente–, del embate Lula vs. Bolsonaro. Esa Idea, una especie de fatalidad histórica, puede ser nombrada lulobolsonarismo. Tanto Lula cuanto Bolsonaro necesitan uno del otro para mantener sus populismos vivos y para autenticar sus verdades: como Batman y Joker, la confrontación es lo que sostiene el chiste de sus diferencias. No es que sean iguales, claro, pero sus proyectos de poder hacen que sus diferencias se transformen en una equivalencia necesaria: hay un secuestro del conflicto para el cual el lulobolsonarismo funciona muy bien como una especie de gubernamentalidad de las singularidades.
No por casualidad una de las pocas y tal vez primeras referencias al lulobolsonarismo surge asociándole a un tipo como Renan Calheiros –máximo representante del ininterrumpido dominio de las oligarquías patrimonialistas brasileñas en la política nacional– en su búsqueda de asociarse simultáneamente a la imagen de Lula y de Bolsonaro. Renan Calheiros representa bien lo que en Brasil nos acostumbramos a llamar “centro fisiológico”, partidos como DEM y PMDB, sin los cuales no se alcanza mayoría en el parlamento y, entonces, sin los cuales no se puede gobernar –sin conceder a sus acuerdos espurios. En la polarización política brasileña lo que cambian son los polos, mientras que el centro permanece fijo: el papel que juega el PMDB (o actualmente MDB) és un símbolo de uno de los cánceres que heredamos de la dictadura, el presidencialismo de coalición, y los varios “partidos enanos” (tenemos más de 30 partidos políticos en el país) que componen lo que acá nombramos “centrão” son la metástasis que la ausencia de una reforma política nos legó. Bolsonaro es una figura proveniente de esos partidos enanos; Lula, o mejor el lulismo, sería la medicina que funcionaría como una esperanza de curación para ese mal.
En la última convención del Partido de los Trabajadores (PT), el 22 de noviembre de ese año, Lula habló a su partido fomentando la defensa de la polarización. Dijo que había continuamente polarizado con los últimos presidentes anteriores a Él, desde 1988, el comienzo de nuestra supuesta democracia[1]. Paréntesis: la centro-derecha brasileña está disputando y discutiendo locamente cómo crear una tercera opción, algo como un macrismo a la brasileña –tal vez un empresario de sí mismo, un emprendedor joven y buen chico como Luciano Hulk–, símbolo de una oligarquía renovada, un patrimonialismo de innovación y coacheado que va a intentar conciliarse de modo cínico con los saberes y poderes de las periferias y de las villas. Lula dijo: hay que polarizar, pero sin radicalizar. La conciliación: un populismo de consensos y sin radicalización es lo que el lulismo tiene para ofrecer como oposición al bolsonarismo.
Pero el bolsonarismo no es una Idea, tampoco solamente un populismo más, ahora marcado con el signo de la extrema derecha, el bolsonarismo es el nombre de un dispositivo de control, de una operación de modulación permanente de los discursos. El bolsonarismo expresa, como ningún otro medio tradicional de las comunicaciones democráticas, las dinámicas de búsqueda de visibilidad propias del Youtube, el fenómeno de los filtros y burbujas propios de los grupos de Whatsapp, el mito de los méritos individuales en la valoración de las opiniones propias del Twitter, la perfilización individualista propia del Facebook y el enjambre de imágenes ego-explicativas del Instagram –todo eso en el interior de un asistencialismo digital que permite que la gente siga conectada con lo que juzga auténtico y hace que sus vidas sean sentidas como auténticas. El reconocimiento no es más una cuestión de luchas sociales, sino de relevancia digital. El bolsonarismo, en realidad, es un dispositivo de captura y modulación de los afectos, encuentros, rostros e identidades políticas. Bolsonaro no es únicamente un fenómeno negativo, resultante de un equívoco o de una desviación en el buen curso de la Historia, él es el populista que mejor capturó y operó el sentido de los conflictos en una era digital en que el control algorítmico de la información y de su circulación en las redes (on-line y off-line: oneline) determina el debate público, los hechos de los cuales se ocupa la prensa, y, finalmente, la coyuntura política.
El bolsonarismo instala una codificación irrefrenable de lo que puede ser dicho y de lo que puede ser visto en un control de las dinámicas de compromiso. No por casualidad la elección de Bolsonaro está íntimamente vinculada al crecimiento de los evangelistas fundamentalistas. Bolsonaro sabe muy bien que un pastor evangélico no habla con Dios, sino de Dios–el pastor es un medio de la fe que debe realizarse, no su objetivo final. Así cuanto más débil y contradictorio Bolsonaro se muestra, mas él se hace creyente: Dios no necesita tener sentido, su coherencia existe cuando Él es encontrado… y Bolsonaro es pastor de una fe humana, demasiado humana. El rechazo vehemente de Lula a formular una autocrítica del partido y de sí mismo, tiene también algo de divino, pero más filocatólico.
Entonces, ¿Qué ofrece el lulismo como contrapunto? Un polo binario para tensar una oposición. En las dos hipótesis más probables actualmente, el lulismo es extremamente útil al bolsonarismo. En la hipótesis conservadora, tanto para Bolsonaro como para Lula repetir en las elecciones de 2020 y 2022 la polarización lulobolsonarista es el escenario más favorable para sus posibles victorias; mantener la tensión lulobolsonarista es fundamental tanto para el mantenimiento de los discursos lulistas y bolsonaristas, como para la captura de discursos alternativos a la izquierda y a la derecha el secuestro del discurso de la izquierda y de la derecha –sirviendo también para inocular las propuestas de centro como alternativas. En la hipótesis radical –enunciada, por ejemplo, por Paulo Guedes, el chicago-boy ministro de la economía de Bolsonaro–, la presencia de Lula en las calles será la disculpa perfecta para que el gobierno bolsonarista intente aprobar en el parlamento y para que pueda legal o ilegalmente aplicar medidas de represión aún más crueles y violentas; todo con la excusa de poder defender al país del “desorden y del vandalismo” de las protestas –los ejemplos de la amenaza fantasma de Guedes son muchos: Chile, Ecuador, Colombia y Bolivia. La prisión de Lula como enemigo del Estado consumará su autoimagen de héroe: preso o suelto, Lula está muy contento con la idea que encarna.
El lulobolsonarismo tendrá, seguramente, larga vida. No será mañana que lograremos cambiar ni el centro fijo, ni la polarización, ya que ellos son esenciales a la gubernamentalidad que está instalada. Incluso para las izquierdas no será posible el enfrentamiento al lulismo en la medida en que no se dé en medio de un diálogo tenso y confuso con él: la conciliación lulista tendrá que apoyarse en la radicalización que la miseria, el desempleo, la pérdida de casi todos los derechos y la contundente precarización de las vidas traerá. El lulismo se va radicalizar, con o sin Lula –y su Idea. Esa radicalización podrá ser disputada. Hay un número creciente de “desprivilegiados” (de izquierda y de derecha) que no se ven reflejados en Lula y el Bolsonaro, a ellos tendremos que ofrecer un “populismo” sin rostros, hecho de mandatos colectivos y encuentros singulares. El lulobolsonarismo es un dispositivo de gobierno de los afectos, pasiones y revueltas de los “desprivilegiados” del neoliberalismo, su esencia es la modulación de las informaciones y el control de las conexiones por medio de algoritmos. Solo otras conexiones, redes e informaciones pueden reorganizar a los “desprivilegiados” y sus fuerzas de transformación. Ellas ya están ahí.
* Macumbero y babakekerê del terreiro
Teufilá – Ilê Axé Egbé Igburuinon. Investigador em tecnologías de la
información digital y filosofías alternativas de la información en el
Departamento de Filosofía de la Universidad de São Paulo (USP). Es coordinador
de proyectos de educación en derechos humanos y de Memoria, Verdad y Justicia y
del Instituto Vladimir Herzog. Es autor del libro Confissões de um texto solipsista ou persona ad hoc (2014), y de Bolsonaro. La bestia pop (en contrapunto
com Bruno Cava, 90 Intervenciones em Red Editorial, 2019).
[1] Hay que preguntarse si un país que sigue teniendo enemigos internos y los sigue matando cada vez más –de 1988 al presente, en todos los gobiernos– negros, mujeres, indígenas, LGBTs y la gente de las villas y periferias indiscriminadamente; si un país que vive en estado de excepción permanente y tiene una tasa de homicidios propia de países en guerra civil; si un país en esas condiciones se puede considerar democrático.
Perú
La izquierda peruana que nos falta
Víctor Ramos*
En las últimas semanas, en el escenario político peruano, se han visibilizado tensiones dentro de la izquierda parlamentaria, lo cual ha logrado quebrantar más las divisiones. Lejos de que esto sea un impedimento para proseguir con la formación de un movimiento radical, esta situación nos abre el horizonte para poder pensar con quiénes debemos trabajar por un proyecto de izquierda y quiénes son los reaccionarios que dan la espalda al pueblo. Entonces, en las siguientes líneas, explicaré algunos puntos a tomar en consideración si queremos reformular el proyecto de la izquierda peruana en el siglo XXI.
La alianza política y los enemigos del pueblo
Uno de los problemas fundamentales que aún no puede resolver la izquierda es su registro en las elecciones parlamentarias, para lo cual debe tranzar con partidos de tendencias similares con los cuales pueda hacer efectiva su candidatura. Hace poco hubo una alianza a la que tuvo que acceder el Nuevo Perú (NP), movimiento que aglutina fuerzas progresistas, liderado por Verónica Mendoza, con el partido Perú Libre (PL), liderado por Vladimir Cerrón, de tendencia socialista, pero con rasgos conservadores en el plano cultural –por ejemplo, el caso de la defensa a la familia tradicional, en un tono homofóbico, etc.–, lo cual produjo una toma de posición por parte de la izquierda, que provocó la reagrupación de los seguidores en dos polos distintos. Menciono eso último porque la controversia surgió a raíz del pacto estratégico que estaba realizando el FA con PL. El hecho de que este último partido siguiera presupuestos conservadores no implicaba que de tal modo permanezca su imagen política para los próximos comicios de enero. Al contrario, requería reformularlo y coordinar una nueva imagen pública. Sin embargo, para la izquierda burguesa, que alza las banderas de las reivindicaciones de las minorías sexuales (sin articularlo con un programa crítico contra el capitalismo), lo fundamental se determinaba allí y optaron inmediatamente por desistir del movimiento. Prueba de ello tenemos a las ex militantes del NP, Marisa Glave e Indira Huilca, quienes decidieron dar un paso al costado por la alianza que realizaba Mendoza. Más allá de que esto divida más a las izquierdas, sirve la lección, pues permite visibilizar a aquellos que están dispuestos a acompañar las luchas del pueblo en contra del régimen económico, mientras que la otra «izquierda» burguesa no hace más que pactar con la derecha liberal con el fin de anteponer las luchas culturales a las económicas. Es, en ese sentido, que estas pugnas parlamentarias no hacen más que evidenciar a la verdadera izquierda confrontativa con el capitalismo, mientras que del otro lado se tiene a una izquierda reaccionaria que solo vela por sus intereses de clase.
La idea es formar un frente que se oponga directamente a la lógica capitalista que nos atrapa en sus diversas formas. Es allí donde se juega las cartas para asumir una posición verdaderamente de izquierda.
El objeto perdido de la izquierda: las clases populares
El punto anterior tiene mucho que ver con la práctica política que realiza la izquierda. Por ello, la distancia con el pueblo es otro de los factores urgentes por restituir. Falta aún un proyecto programático que reconstruya ese vínculo con los sectores populares, pues ellos son las masas con las que se podrá forjar el proyecto político alternativo. Esta es una tarea pendiente que habría que tomarla en consideración, la izquierda burguesa y parlamentaria, si lo que se quiere verdaderamente es el poder. Más allá de la clase media-alta que ocupan los intelectuales que muestran su soporte a las fuerzas progresistas, aún falta llevar a la práctica lo señalado por Mao: educar a las masas, convivir con ellas y aprender de ellas. Con esto no quiero decir que no exista trabajo político de parte de colectivos y asociaciones culturales (lo cual sí se puede notar); sin embargo, estos últimos tampoco tienen un norte político definido (allí reside otro problema por resolver). Entonces, como académicos burgueses deberíamos aceptar la autocrítica y asumir una posición más consecuente con nuestros proyectos ideológico-políticos. Caso contrario, como vamos viendo elección tras elección, la derecha parlamentaria se llevará los votos fácilmente, tal como lo hizo el fujimorismo en las dos últimas elecciones, y solo se buscará el voto nulo como única salida. Vuelvo a puntualizar: no se trata tampoco de que solo durante la campaña se tenga un contacto con el pueblo, sino que se trabaje en un programa constante que involucre sus demandas dentro de proyectos políticos a largo plazo.
El fantasma del comunismo o la paranoia senderista
Esto nos topa contra un muro difícil de derruir hasta hace algunos años, pero que poco a poco va cayendo: el fantasma del “comunismo”, el cual está bien arraigado en el imaginario popular y nacional peruano. Debemos comprender la activación de este mecanismo ideológico-discursivo, ya que a diferencia de las demás naciones latinoamericanas, en el Perú el surgimiento de Sendero Luminoso (SL) repercutió de manera directa en todo proyecto marxista o de izquierda posterior, cubriéndolos de un aura del mal y, por lo tanto, del terror. El fujimorismo más recalcitrante ha sido quien lo ha invocado constantemente para negar cualquier movilización que afecte su política neoliberal y conservadora, y a la vez para sostenerse políticamente. Es decir, gracias a su lucha contra los “comunistas/terroristas/senderistas” ellos tenían razón de ser. Pese a que hasta hace algunos años la sociedad repetía automáticamente el mismo discurso de que “detrás de cada protesta estaría SL”, ahora el panorama se ha modificado, pero con algunas variantes. Me refiero a que se ha dado el soporte a las movilizaciones sociales, pero con la restricción de que no exista ninguna forma de violencia. Y es allí donde se manifiesta el fantasma de SL, pues es la violencia que nos remite a la violencia desatada por SL durante su accionar subversivo. Evidentemente, no podemos tapar el sol con un dedo y decir que los seguidores de Abimael Guzmán no existen, pero tampoco vamos a caer en ese juego paranoico al que nos tiene atados el fujimorismo (léase pensamiento de derecha) de que toda protesta social está dirigida por senderistas. Este es un recurso que se utiliza en la actualidad para negar y condenar la participación política de todo sector social que se manifieste en las calles contra la lógica del capital.
Hay que detallar que esto es posible gracias a una medida legal que aquí conocemos como ley de “apología al terrorismo”, que se implementó como un dispositivo antisubversivo. Desde los docentes de colegios públicos, que hace un par de años se acoplaron a una huelga indefinida por varios meses, hasta los escolares, que hace un par de semanas empezaron a reclamar por el alza del pasaje en su tarifa correspondiente, todo sujeto que participe en movilizaciones es tratado de ser procesado legalmente por “apología al terrorismo”. Prueba de ello son el paro de docentes que mencionaba, cuyos dirigentes regionales trataron de ser procesados bajo esos términos, así como también a los estudiantes de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos por la toma de sus facultades. Como podemos observar, el servicio policial de inteligencia siempre está filtrándose en cualquier evento que huela a marxismo o a izquierda, y eso lo sabemos todos, pues los ternas (los policías de inteligencia, como aquí les llamamos) son fácilmente identificables. Como me contaba un compañero chileno, los carabineros estaban realizando la misma operación en los últimos cabildos que sucedieron a raíz del estallido social en aquel país. Sin embargo, este operativo policial no debe intimidarnos, sino reformular la estrategia para seguir en pie con los proyectos socialistas.
La tarea pendiente para la izquierda peruana, en ese sentido, implica re-construir el marxismo en una sociedad posconflicto que tenemos ahora. Esto quiere decir que tenemos que articular las luchas sociales hacia un norte donde podamos hacerle frente a la ideología capitalista. Tanto en lo académico, como también en la práctica, sin caer en una militancia y olvidar la teoría, ni tampoco a la inversa, pues es la teoría también la que se va reformulando gracias a la coordinación con dicha praxis.
Imaginar el comunismo
En ese sentido, si hacemos un breve repaso por los colectivos, gremios y sindicatos en el Perú, hay un trabajo pendiente que se ha dejado de lado por mucho tiempo: la imaginación del comunismo. Por esa razón, habría que actualizar el marxismo a las condiciones del presente. Para ello, una de las tareas pendientes de la izquierda peruana implica pensar con otras categorías la lucha de clases en el mundo contemporáneo. Es un sentido común en Lima pasar por las reuniones o foros políticos de izquierda y escuchar a los militantes de la vieja escuela repitiendo el típico discurso marxista del siglo XX. Elevando las canciones progresistas del siglo pasado en un tono nostálgico, los nuevos cuadros caen en la trampa de emplear las mismas categorías de sus dirigentes. Al contrario de esto, hay que crear un pensamiento socialista desde otros cánones culturales. No quiero decir que con este cambio del lenguaje se vayan a conseguir cambios estructurales, pero es un campo necesario que tiene que ser pensado, pues es la estrategia retórica con la que se llegará al pueblo. Esto a la vez implica actualizar la imaginación de la izquierda con lo contemporáneo.
De la misma manera en que suceden foros y debates en los espacios de izquierda, caen en el craso error de no utilizar la producción cultural para dichos fines renovadores. Voy a ser duro con esto, pero es necesario decirlo: la izquierda tradicional peruana ha quedado entrampada en el imaginario del siglo pasado debido a una falta de arsenal crítico y, por lo tanto, académico. De la misma manera, la gran mayoría de militantes de izquierda se quedan en la práctica (suerte de plano empírico mecanizado) y hay una carencia de formación teórica. Y, en contrapartida, la “izquierda caviar” solo se dedica a la lectura de textos marxistas y no acompaña al pueblo en sus protestas sociales. Con esta brecha infranqueable entre ambas partes, la construcción de una izquierda radical queda en suspenso.
Es en este punto que, como intelectuales que vivimos en un contexto burgués, debemos asumir una autocrítica, desaburguesarnos y trabajar con el pueblo. Asimismo, abrir espacios de debate donde podamos renovar la imaginación del comunismo en el presente, dejando atrás el fantasma de SL que los liberales invocan.
* Investigador universitario de literatura y cine. Forma parte del comité editorial de la revista Acontecimiento (Perú). Ha colaborado en revistas peruanas y latinoamericanas.
Argentina
Entre la pena y la nada, siempre elegimos la fiesta
Alejandra González*
La peor catástrofe histórica se llama civilización europea. Y la culminación de su bárbara intervención planetaria fue hace poco más de quinientos años, cuando descubrieron, en realidad inventaron América sobre los restos sangrantes de Abya Yala. Modos de existencia diversos fueron considerados primitivos y dignos de desaparecer en la noche de los tiempos. A la vez, se convirtió a otro continente, África, en mano de obra esclava para la explotación capitalista en esa que fue la primera globalización. En estas tierras fueron asesinados por guerras, por hambre, por pestes, por trabajos forzados cerca de ochenta millones de habitantes. Del África negra fue secuestrada una incalculable cantidad de población, cuyas dos terceras partes murieron en los traslados, llegando el tercio a estos lares para ser obligados a trabajar en condiciones infrahumanas. Se consagró el concepto de raza, una noción no biológica sino epistémica, como plantea Aníbal Quijano, que organizó conceptualmente un mundo (idea imperial como pocas) organizado en torno a un centro, Europa, y expandido hacia las periferias donde se exportó a ciudades satélites el capitalismo, la “democracia”, la ciencia y su corazón tecnológico. Se inventó un tiempo, el de la filosofía de la historia en el que el progreso consistía en parecerse a los conquistadores y donde se alineó en orden raciológico a todos los pueblos conocidos para justificar su exterminio o lenta deshumanización. Se inventó un espacio cartografiado donde las rutas de los imperios coloniales organizaron las regiones, la flora, la fauna. Se impusieron lenguas que devoraron otras retóricas en su afán glotofágico definiendo a sus gramáticas como idénticas al pensamiento. Mediohumanos, medio animales, máquinas, seres inferiores, instrumentos vivos, fueron nombres que contaron con fundamentaciones de esas mismas ciencias que esterilizaron poblaciones enteras para quitarles sus riquezas naturales o para conseguir fuerza de trabajo gratuita. Todas las ciencias fueron coloniales en su origen. Y lo siguen siendo. Toda racionalidad es imperial. No hay reparación para lo acontecido. Y sigue sucediendo. No se trata de describir las barbaries, genocidios, destrucción de la vida en todas sus formas, expansión de palabras de muerte. Tampoco hacer la genealogía del especismo, que convirtió a los animales, esos otros modos del ser, en instrumentos de uso indiscriminado, al racismo en una excusa para el crimen y al sexismo como el modo en que la mitad de la población humana se volvió cuerpo ultrajable para la otra. Esa es la historia del occidente cuyo límite con el otro, Oriente, es una línea simbólica que se corre por la fuerza de las diásporas obligadas.
Hubo otro para Europa, pero no fue África ni Abya Yala. Quedamos en la oscuridad. Luego fueron arrojados allí los excedentes poblacionales de esos mismos centros. Semillas de colonialidad que reprodujeran como un eterno Robinson Crusoe en las tierras distantes las formas del reino, siempre esclavizando a Viernes, siempre sometiendo a Calibán y matando a Sycorax. No hay reparación para lo acontecido. Y sigue sucediendo. Hoy Nuestramérica se vuelve insurgente, con discursos confusos, con prácticas confrontativas, pidiendo permiso o arrojándose al abismo, encerrados en una historia y en una espacialidad en la que no se reconoce. Somos los últimos charrúas llevados en jaulas a la Exposición Universal de las Ciencias. Algunos mueren, otros escapamos, mientras los revolucionarios franceses cobran cinco francos para mostrarnos. Una línea fina, la de la grieta, recorre nuestra región. Un odio visceral a parecerse a lo que no quieren ser, a encontrarse en el espejo con la imagen del indio o del negro, del mulato o el zambo, el cabecito, el negro de mierda que siempre puede emerger si no lo mantenemos debidamente teñido, disfrazado, travestido de aspirante a blanco. Pero, TODOS SOMOS NEGROS, como proclamó la revolución haitiana. Solo por estar aquí, en estas tierras de mala muerte, a las que nos queda mirar hacia atrás atisbando entre las piernas, un mundo al revés, como hizo Mansilla cuando descubrió un vergel en el desierto.
Están los que tienen miedo, y por eso odian a la madre negra que los crió –como lo dice la también confundida Rita Segato–, porque temen amarla, y solo les queda un linaje blanco como posibilidad. Y estamos los que confiamos, con una esperanza hecha de retazos y pequeños gestos, en que de las poblaciones gobernables salen de tanto en tanto pueblos insurrectos, valientes impensados como los chilenos, llenos de contradicciones como los bolivianos, plenos de potencias como los ecuatorianos, nunca escuchados como los oriundos de Haití… Y nosotros, que ni nombre propio tenemos, de todos modos, sabemos de qué lado estar en cada momento. Sin creer que ahí está la verdad revelada: pero peleamos junto a los chilenos por la jubilación, y cantamos El violador eres tú con los ojos vendados, y vamos al Ni una más y festejamos con Amlo su primer año de gobierno, y denunciamos el golpe de Estado en Bolivia, y juntamos alimentos para las comunidades que asolan Quito, y festejaremos el 10 de diciembre que Alberta sea Presidenta. Y comeremos nuestro primer choripán de esta nueva lucha otra vez en Plaza de Mayo, con las madres y las abuelas, y los íconos que tanto odian. Y sabemos que nos espera oscuridad, y contradicciones, y banalidades, pero que vale la pena. Porque entre la pena y la nada, siempre elegimos la fiesta. Aunque solo dure un momento.
* Doctora en Filosofía, Coordinadora de la Maestría en Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas (UNDAV), dicente en la Universidad Nacional de Avellaneda. Coutora de Globalización. La frontera de lo político (1997), coeditora de Meditaciones sobre el dolor (Autonomía en Red Editorial, 2019).
Bajo la dictadura de la virtud
Adrián Cangi*
Por qué luchamos por nuestra servidumbre como si fuera nuestra libertad. Esta seguirá siendo la pregunta relevante de nuestra política actual, aunque la frase acuñe una larga historia de la sujeción. Hoy lo sabemos mejor que nunca en Nuestra América: los pueblos emergen por sublevación de una población pasiva concebida como mercado de la competencia y el mérito, modelada por técnicas precisas en sus anhelos y deseos, en su cuerpo endeudado y hambriento para perecer o resurgir como “empresarios de sí”. La población neoliberal se ha constituido como dictadura de la virtud. Es visible que la población se transformó en un gesto indiciario y acusador de naturaleza moral, mientras que los pueblos insisten y perseveran corrosivos porque desean vivir “el cuerpo sin ley y el poder sin rey”. Los pueblos se sublevan desde el cuerpo, y en el cuerpo a cuerpo, en un modo de existencia propio, abriendo muchos órdenes posibles, aunque siempre éstos sean gestuales y declarativos. Pero sublevarse es un hecho y no constituye una revolución. Sublevarse instituye un pueblo donde hay una población reducida a una cultura de “empresarios de sí”. Sublevarse expresa la indestructibilidad del deseo, aunque la tarea de los gobiernos sea la de hacer fluctuar el deseo hasta que la población se vuelva un público espectador y exprese sus gustos como si se trataran de aquellos “justos”. Aprendimos en la carne, bajo los modos de la declaración de la República de la transparencia, que con la democracia no se come, no se educa…, y que no todos logran vivir.
Vivimos en un tiempo de linchamiento moral, de vidas endeudadas y de hambre desesperante. El “autoritarismo” ha cambiado de modo, pero insiste en una versión socio-liberal de la dictadura de la virtud encarnada en la cultura. La denuncia de todos contra todos no es nuestra fortaleza social sino nuestra debilidad política. La insurgencia de los pueblos ha definido la atmósfera de un tiempo como el nuestro porque dejó al descubierto la fragilidad institucional. Se han juzgado a presidentes democráticos “por íntima convicción”, se han juzgado a intelectuales “por desacierto crítico en la oportunidad de la enunciación”, se han juzgado a pedagogos por “corroer el lenguaje dado de la transparencia de la información”… Los ejemplos atraviesan todos los niveles de la sociedad y nunca, al pensarlos, se desconoce la necesidad de una transformación de las prácticas por profundas historias de dolor silenciadas. Pero la mera sospecha ha reavivado entre nosotros el peligroso demonio del odio que siempre es germen de fascismos inesperados. En pocas palabras, hoy domesticar quiere decir denunciar. Ya no se trata de escraches políticos por horrores escondidos, sino de gestos indiciarios propios del gusto “justo” del “empresario de sí”. No hay práctica más neoliberal que la de volverse empresario de la denuncia. Es allí donde todas las instituciones fracasan frente al bienestar de la información que bascula como un bumerang. La gestualidad de la mera sospecha permite “darse una vida” a aquellos que la ejercen, una vida donde cada testimonio busca su derecho formal, al mismo tiempo que se olvidan niveles de lo que se denuncia, se confunden umbrales de lo denunciado y se vuelven homogéneas las diferencias de naturaleza de lo testimoniado. Nuestras instituciones civiles están formando sin descanso a los nuevos “dictadores de la virtud”.
Tal vez esta sea la tarea más urgente del tiempo que inicia: escapar de la gestualidad de la mera sospecha, sucedánea de la caserna militar enquistada en la policía que llevamos dentro y en la candidez moralizante de prácticas que confunden la libertad de los derechos con el escándalo embrutecido del progresismo moral. En pocas palabras, una nueva generación fundada en profundos errores de matrices anti-democráticas del pasado ha encontrado su desinhibición en convertirse en “artista de la denuncia”, en nombre de dolores legítimos transformados en banderas miopes de mercado, que sirven para darse una vida de “empresarios de sí” con pretensiones éticas. La República de la transparencia lo hizo. La cultura neoliberal enquistada en nuestras instituciones lo hizo. El gobierno que se retira fortaleció estas prácticas como si se tratara de un progresismo libertario. Hoy las calles queman en Nuestra América bajo el fantasma del Plan Cóndor y la acción se ha convertido en la hija del rigor y de la lágrima. La potencia de los pueblos sublevados sobrevive al poder en cualquiera de sus formas. Hoy el aire es rojo por el fuego en las calles. Es cierto que el lenguaje encontró su punto de colapso y el “empresario de sí” lo fortaleció. La tarea es grande, se trata de desplazar un modo indiciario de nombrar y de denunciar para abolir un tiempo, que por mucho que lo deseemos, no está acabado. Los acontecimientos de ruptura surgen del cuerpo hambreado, endeudado, ultrajado, asesinado. La sublevación insurreccional de los pueblos es la base de Nuestra América e implica de modo simultáneo lucha y destitución, lucha que testimonia por lo sagrado de la vida y destitución de modos de tratar a los cuerpos. Modos al fin, que trabajan aún y por mucho tiempo para fortalecer la competencia y el mérito como modelos de individualismo basados en la desigualdad, la denuncia ciega y la dictadura de la virtud.
El desafío de nuestra cultura política toca un límite: ¿Cómo transformar este estado de cosas con un capitalismo de Estado que profundizó la deuda, con un colapso de mercado que desactivó la producción y el deseo, con una profunda crisis energética y una desforestación creciente de reservas de vida, con falta de empleos, pauperización de los cuerpos y alta especulación financiera? ¿Cómo modificar una cultura de especulación tendiente a la privatización neoliberal de los cuerpos con un máximo de individualización subjetiva testimonial que busca un derecho para cada declaración, formando parte de una economía política propia de una sociedad de salarios mínimos, servicios mínimos y rendimiento mínimo en la que se expone la concurrencia de todos contra todos? ¿Cómo desmontar el triunfo de un capital de la subjetividad neoliberal a diestra y siniestra constituido por un trabajador a tiempo completo consumidor de información y de mercado satisfecho? ¿Cómo incorporar el saber del dolor de los cuerpos sublevados de Nuestra América que han reaccionado contra el Estado-empresa y la desigualdad golpista, cuando trastabillan las democracias de derecho forzadas por un “bienestar” de mercado o por su “promesa” empresarial? Las transformaciones no serán consensuadas sino el resultado de luchas espesas de pueblos instituidos en la sublevación. Cualquier transformación requiere que la vida sea considerada sagrada, el fusil como un pensamiento insensato, la concentración de riqueza como una violencia efectivizada y el hambre como la más alta indignidad de lo viviente. La filosofía pastoral progresista bajo la máscara de la transparencia de la República ha pivotado sobre el fantasma de la disolución de la comunidad. En Nuestra América los pueblos se sublevan para decir bajo la forma del fuego que un tiempo acabó.
*Ensayista. Filósofo. Enseña en la Universidad de Buenos Aires, la Universidad Nacional de La Plata y la Universidad Nacional de Avellaneda, donde dirige la Maestría en Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas. Es autor de Gilles Deleuze. Una filosofía de lo ilimitado en la naturaleza singular (Pensamientos locales en Red Editorial, 2010); co-autor de Filosofía para perros perdidos. Variaciones sobre Max Stirner (junto a Ariel Pennisi, Autonomía en Red Editorial, 2018), además de compilador de otros títulos y autor de diversos ensayos y artículos.
La mirada: una vida…
Tomás Baquero Cano*
¿Qué es lo que ven ahora esos ojos chilenos
mutilados por su mirada profunda?
Castigo ejemplar para que nadie vuelva a mirar
lejos. Castigo a la frente levantada que se asoma al horizonte. Castigo a la
cabeza que sale del agua sucia del cotidiano para poder respirar. Castigo a la
mirada penetrante del mangrullo, que sube a las alturas como periscopio de todo
un pueblo, para ver desde dónde acecha la muerte. Castigo, como decía Juan
Gelman, a vidas que viven lo más adelante de todo, a los ojos que se clavan en
el casco de cada rati escribiendo el porvenir. Castigo al deseo de un mundo
menos cruel que se esconde atrás de las balas y los gases de los pacos
asesinos, de los pacos violadores, de los pacos secuestradores.
El fascismo se cree eterno y no tiene más de
cien años. Marca los cuerpos para después: los corta, los tatúa, los mutila,
los tortura, dejando una carta de presentación de la barbarie en la piel que
protesta. Pero lo único eterno es esa mirada profunda, porque se equivocaron de
tiempo, se equivocaron de generación. Lxs cabrxs del secundario llevan los ojos
que vieron cómo se llevaron a Daniela Carrasco, que los vieron reírse
disparando. Disparos que tuvieron su directiva, que fueron calculados, que
miraron sus costos de mierda y saben cuántos pesos en perdigones sale cada ojo.
Y encima los que no ven son ellos.
Esos ojos que creen enceguecer son imposibles de tocar, porque tienen como horizonte la memoria viva de la crueldad. Es la mirada de la vida que eligió vivir a pesar de todo y que, hoy, ve venir a kilómetros la impunidad, que no va a volver a tener lugar en este sur, en este presente.
* Psicólogo de la Universidad de Buenos Aires, ayudante en la cátedra Teoría y Técnica de grupos de la facultad de Psicología (UBA), estudiante de filosofía (UBA), músico y profesor de guitarra.
América Latina
Transición política sudamericana. Entre presidencias deshidratadas y el despertar de las calles.
Salvador Schavelzon*
Sudamérica se muestra en estado de turbulencia y sin una tendencia definida que consiga orientar el proceso político. Con protestas de distinta naturaleza en octubre y noviembre en Ecuador, Chile, Bolivia, Colombia y Perú, el juego político migra de las instituciones para el movimiento social, sin que la política partidaria encuentre respuestas o formas de cerrar la crisis que las movilizaciones abren de par en par.
En Argentina y Brasil, sin recientes grandes manifestaciones, los líderes políticos concentran un alto grado de atención alrededor de sí. Pero el desencantamiento generalizado no es diferente al de los países vecinos, y el fin del progresismo no se traduce en el inicio de un ciclo conservador estable y prolongado. La alternancia política, vivida de forma escatológica, no constituye tampoco un sistema bipartidista como el de las décadas que siguieron a la democratización.
Es posible que los consensos que sustentan el modelo social y político se hayan vuelto obsoletos, además de injustos y para pocos, como siempre fueron, naciendo herederos de los pactos post dictadura militar. Pero toda la clase política todavía funciona con ellos, garantizando su vigencia y fortaleza, y enfrentando de forma conjunta, por lo tanto, a la oposición de las calles, línea de frente del momento actual.
En Bolivia y Chile, las protestas de octubre se iniciaron contra los presidentes Piñera y Evo Morales, pero la situación política abierta por las calles parece dislocarse más allá. En dos países con gobiernos de izquierda y de derecha que aparecían con la mayor estabilidad económica en la región, la crisis no se suaviza pero se aleja del conflicto por la reelección, en Bolivia, y de la renuncia de Piñera, en Chile. A partir de un acuerdo con participación de los legisladores del propio MAS (Movimiento al Socialismo), que mantiene mayoría en el legislativo, fueron convocadas elecciones sin la participación de Evo Morales, mientras su vuelta al país no parece ser lo que organice la política boliviana hacia adelante, más allá de algunos sectores.
Incluso fuera del poder, partidos alimentados por el sistema no pueden romper con la lógica con que se acostumbraron a funcionar. Pasó con el kirchnerismo, que después de la derrota frente a Macri encontró legisladores propios construyendo mayoría con el nuevo gobierno. También con el Partido de los Trabajadores, en Brasil, que poco tiempo después de la destitución de Dilma Rousseff, siguió haciendo alianzas electorales con los partidos que consideraba golpistas. La radicalización discursiva convive con un juego institucional, electoral y de la administración burocrática contraria a la movilización y disputa política que busca cambios.
En Chile, la renuncia de Piñera deja de ser el foco, y ningún líder aparece como salvación. La fuerza de las calles parece alejar la idea de que la solución vendrá de arriba. Es el fracaso del sistema privado de jubilación, la mercantilización de la salud y la educación, el costo de vida, y las dificultades impuestas por el neoliberalismo, que están centralmente en la orden del día. Buscando recuperar iniciativa política, el gobierno hace acuerdos con la izquierda partidaria y convoca un proceso constituyente. La izquierda vota a favor de legislación represiva (ley “anticapucha”) y da lugar a una Convención Constituyente que garantiza poder de veto para la derecha. En una asamblea en manos de los partidos, probablemente el conflicto abierto por las calles no será cerrado fácilmente.
El ciclo progresista no es más posible de la forma como fue caracterizado entre diez y cinco años atrás, con el aprovechamiento de precios altos de commodities, aumento del crédito y consumo, buen trato con los poderes empresariales que generaron lucros históricos para el poder financiero, perdones fiscales para grandes empresas y expansión del agronegocio sin precedentes. Políticas sociales y de cultura pretendían equilibrar un modelo que no dejó de ser de concentración de renta y desigualdad. Crecimiento y consumo ocurrían sin ruptura con las bases de una democracia de pocas familias dueñas del poder.
Después del progresismo, y sin ruptura con las bases de la organización económica, así como de las políticas públicas de transferencias de renta, nuevas y viejas derechas ganan elecciones, pero no establecen una nueva hegemonía. Como en Chile, el gobierno colombiano de Iván Duque, también de derecha, enfrenta una fuerte oposición en las calles. Bolsonaro en Brasil, muestra grandes problemas de sustentación de una base parlamentaria y problemas para dar cuenta de una mejora económica que beneficie a la población. Apenas un discurso autoritario que se presenta contrario a las instituciones, pero que no se mostró capaz de organizar una base movilizada de sustentación, ni de unificar políticamente las distintas derechas oscurantistas, liberales, conservadoras y oportunistas que congrega.
La falta de legitimidad política del nuevo gobierno en Bolivia, de Jeanine Áñez, apenas lo autoriza para llamar nuevas elecciones, mientras el MAS se habilita para disputar la presidencia con nuevos candidatos, a ser nombrados por Evo Morales. El vacío de hegemonía deja al MAS con chances de conseguir, por un camino más largo, un retorno al poder parecido al del kirchnerismo en Argentina que, dejando de lado la centralidad del líder, preserva espacios de poder. Asumiendo un tono moderado que seduce a sectores medios, los consensos que gobiernan el sistema obtienen garantía con izquierdas del orden, tanto como con derechas que asumen directamente el cuidado de los intereses de los de arriba.
En Ecuador, el presidente Lenin Moreno, que buscó ocupar el lugar dejado por Rafael Correa, de quien fue vicepresidente, enfrentó 11 días de rebelión cuando decretó medidas impopulares como el fin del subsidio al combustible, aumento de impuestos y corte de vacaciones para empleados públicos. La debilidad del sucesor, sin embargo, no abre camino para la vuelta del correísmo, derrotado en la tentativa de buscar una alianza con el movimiento social que paralizó el país con movilizaciones. En la voz de las organizaciones indígenas, destacadas en las jornadas de protesta, la oposición al gobierno venía junto con la oposición a la vuelta del ex presidente que, como los otros gobiernos progresistas, no se diferenció de los gobiernos de derecha en relación a las grandes obras que violaron territorios y autonomía de comunidades indígenas y tradicionales, y criminalización de la protesta.
La fuerza de las movilizaciones remite a las protestas de 20 años atrás, como en diciembre de 2001 en Argentina, la Guerra del Agua en Bolivia del 2000, un ciclo global de movilizaciones iniciado en Seattle en 1999, o con el zapatismo en 1994 y que nunca concluyó; con frecuentes movilizaciones indígenas y campesinas en los Andes, marchas y levantamientos contra ajustes, o como las protestas iniciadas en junio de 2013 en Brasil, y las movilizaciones más recientes de estudiantes, campesinos e indígenas en Colombia, Chile y Ecuador. Nuevamente, las calles alimentan una búsqueda de auto-organización de los de abajo, con fuerza social y autonomía. Esta vez, sin embargo, no parecen abrirse salidas partidarias o populistas, con líderes que centralizan la iniciativa política conseguida por movimientos y luchas sociales.
Contra líderes que se vuelven blanco fácil de nuevas derechas, vemos indignación y revuelta que los excede, en movimientos de destitución seguidos de nuevas administraciones y líderes que enfrentan protestas o desencanto, sin apoyo movilizado fuera del tiempo de las elecciones. La aparición de una derecha autoritaria y más virulenta, con discurso de odio, ausente en el ciclo progresista, antagoniza y restaura el progresismo, que tampoco se retira definitivamente. Pero en este juego el resultado es el aumento de la visión generalizada de falta de alternativas por dentro del sistema.
La caída de Evo Morales, en Bolivia, se adecua al mismo momento regional, de disolución de hegemonías institucionales. Esta se produce después de una derrota electoral, en 2016, en un referéndum en el que la mayoría votó “No” a la reforma de la constitución que permitiría una nueva reelección, resultado contrariado por el tribunal constitucional que, bajo presión política, autorizó la candidatura, permitiendo la nueva postulación, que generó el conflicto posterior sobre la aceptación del resultado electoral. Después de 20 días de protestas en las ciudades, una victoria electoral controversial se tornó insostenible para el MAS cuando la auditoría de la OEA que el propio gobierno había solicitado, recomendó la realización de nuevas elecciones, y hubo desobediencia de las fuerzas de seguridad para contener la movilización social.
Sin Evo Morales, la llegada de la derecha asociada a la elite del Oriente del país, como la de Macri en Argentina en 2015 y de Bolsonaro en Brasil en 2018, no se explica por la fuerza política propia, tampoco por la intervención imperialista, sino por la pérdida de apoyo popular que interrumpe más de diez años de gobiernos sucesivos de signo plurinacional, progresista, populista, bolivariano o de izquierda. La oposición regional que desde la asunción de Evo Morales en 2006 buscó la desestabilización, había sido neutralizada en 2008, en un referéndum revocatorio contra Evo Morales, cuya victoria por el 67,4% aisló a la oposición y dio lugar a la aprobación de la nueva Constitución Plurinacional. Pero el precio de la consolidación política y avance del MAS dentro de las instituciones sería dejar de lado los cambios, negociando ya la propia constitución con las elites políticas y económicas que aprendieron a convivir con un progresismo amigo que, aun con Estado Plurinacional, garantiza los viejos consensos.
La opción a la conciliación, los negocios, el desarrollismo predatorio en países de fuerte perfil como proveedores de materias primas –alejándose de las agendas que los erigieron en el poder– fue deshidratando rápidamente gobiernos populistas o progresistas. Del otro lado, derechas que se construyen en base a retórica mediática, oposición a la “corrupción” que no se sostiene una vez en el gobierno, falta de prometidas respuestas a los problemas endémicos, y dificultades económicas que abaten gobiernos de cualquier signo político, abren la posibilidad, clara hoy para la población de Chile más que en ningún otro lugar, que más allá de sucesiones presidenciales, disputas electorales y en la justicia, el foco de la política apunta al arreglo neoliberal y su continuidad de décadas, administrada por los sucesivos poderes políticos.
La fuerza electoral de la derecha chilena, mostrada por el triunfo de Piñera en 2017, deja a hora ver sus pies de barro, como fueron las victorias recientes de la izquierda, incluyendo Venezuela, momentáneamente al margen de la dinámica de las calles. Más de un mes de protestas diarias en las calles de Chile, con ocupaciones de escuelas, paros generales, organización de asambleas populares, con una visión política que necesariamente pasa por la constatación que la alternancia política entre progresismo (neoliberal, de Bachelet) y derecha no había alterado la estructura que gobierna por detrás del espectáculo electoral y enfrentamiento ideológico sin contacto con la realidad cotidiana y las disputas concretas con el poder económico y la gobernanza neoliberal.
Junto con la política de las calles, la represión policial y militar gana espacio, generando diferencias internas al campo de la propia derecha en el poder. Con respaldo de sectores políticos conservadores, y también progresistas, la represión de las protestas expone la violencia institucional que cotidianamente está presente en la militarización de barrios populares, encarcelamiento en masa y asesinato de líderes sociales, práctica sistemática en varios países. La insistencia en limitar la política al espacio de las instituciones, más bien sólo aumenta el desencanto por falta de respuestas a la altura de la fuerza que muestran las movilizaciones de millones, cuando estas despiertan.
En las calles hoy no se encuentran respuestas y soluciones políticas para ser aplicadas. Pero se encuentran caminos para cuestionar las trampas de un sistema que tiende a eliminar el trabajo no precario y los espacios de la vida no sometidos al capitalismo. Se pone en agenda la destrucción de bosques y selvas con la expansión de un modelo de destrucción, que propone formas de vida miserables. En las calles, y más allá de la disputa presidencial, los acuerdos que estructuran el modelo se perciben de forma más nítida y masiva.
Más allá de una política partidaria e institucional que entra en desesperación y no encuentra respuestas, los estudiantes toman la iniciativa política, grupos de mujeres politizan y ocupan las calles, pueblos indígenas luchan por el autogobierno poniendo en discusión el modelo de desarrollo, cada vez más cuestionado, asambleas barriales crean afinidad entre vecinos y se organizan para la manifestación o la crítica a la sociedad de consumo. En las calles, el mundo de la mercancía, las deudas, la falta de horizontes, encuentran un lugar de existencia política que ya es una respuesta y alternativa.
El neoliberalismo se muestra poderoso en su capacidad de gobernar una fuerza de trabajo desorganizada y en mercantilizar cada vez más espacios de vida, pero en las calles una nueva fuerza política desarrolla herramientas para enfrentar los desafíos de gobiernos y nuevas derechas, es decir, la continuidad de un sistema elitista para pocos. La oposición al neoliberalismo en las calles, coloca la autonomía como alternativa a la salida populista o progresista y, retomando antiguas movilizaciones, trasciende el llamado de las instituciones para que todo el mundo vuelva a casa y confíe, nuevamente, en líderes y partidos.
* Antropólogo. Doctor en Antropología Social por el Museo Nacional de la Universidad Federal de Rio de Janeiro, originalmente graduado en Ciencias Antropológicas (UBA). Docente e investigador de la Universidad Federal de São Paulo. Autor de Plurinacionalidad y Vivir Bien/ Buen Vivir. Dos conceptos leídos desde Bolivia y Ecuador post-constituyentes (2016).
[1] Hay que preguntarse si un país que sigue teniendo enemigos internos y los sigue matando cada vez más –de 1988 al presente, en todos los gobiernos– negros, mujeres, indígenas, LGBTs y la gente de las villas y periferias indiscriminadamente; si un país que vive en estado de excepción permanente y tiene una tasa de homicidios propia de países en guerra civil; si un país en esas condiciones se puede considerar democrático.