Federico Delgado

Las persistencias y los nuevos ciclos. Federico Delgado*

Nos acercamos a un nuevo ciclo político acechados por la pobreza, la fragmentación social, una asfixiante deuda externa, una institucionalidad seriamente averiada y envueltos en las estrategias derivadas del abordaje egoísta de la existencia, propia de la subjetividad neoliberal. En el derrotero de la delegación de las decisiones sobre lo público, cuando los vientos cambian, automáticamente queremos un nuevo capitán. Los problemas persisten y los ciclos se renuevan, casi como la relación entre la tragedia y la farsa con la que Karl Marx comienza El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Pero en el fondo, somos conscientes de la tensión. Sabemos que hay otro tipo de restricciones que exceden al ocasional timonel y sobreviene otra crisis que, casi siempre, es más aguda que la anterior y nos deja en peores condiciones. Conocemos que el capitán del barco es solo quien ocasionalmente tiene el timón, pero escogemos la impugnación testimonial al conductor y exigimos su reemplazo. Es más sencillo. Extrañados de nosotros mismos, hemos transferido algo que es sagrado. Me refiero al poder político que, desde la antigüedad clásica, constituye un poder intransferible que el pueblo solo deposita en los gobernantes que son fiduciarios de esa relación. A punto tal que John Locke planteaba que cuando los gobernantes no cumplen con las pautas de la delegación del poder que les deposita el pueblo, es el pueblo quien debe revocar esa delegación. Pero lo concreto es que nos hemos acostumbrado a transferir ese poder a ocasionales salvadores.

Claro que no todos los salvadores que elegimos son iguales. Los hubo progresivos y regresivos. Salimos actualmente de un momento regresivo. Esto no lo discute nadie. Los indicadores sociales y económicos retrocedieron durante estos años, la marginalidad aumentó considerablemente y, pese a que el gobierno saliente se apropió de un discurso republicano, basta repasar nuestra pobre vida pública con el programa de la constitución para chequear que eso no es verdad. El funcionamiento de los poderes públicos agobiaría al propio Karl Marx, como lúcidamente por estos días lo planteó Beatriz Sarlo (diario perfil del 13 de octubre de 2019), ya que literalmente el Estado se convirtió en la junta que administra los negocios comunes de una facción de la burguesía que se hizo de los roles de gobierno. Esto significa que el desafío de este nuevo ciclo muestra viejas persistencias. Pero el nivel de la crisis es más agudo. Cada vez más agudo y nos acercamos, parafraseando a Antonio Gramsci, a una crisis orgánica; ello significa que esa crisis estatal es nuestra crisis, ya que lo que está en juego es el modo en que queremos vivir en sociedad. La pregunta es si esta vez nos vamos a decidir a actuar como los auténticos titulares del poder político.

Spinoza, en el Tratado de la reforma del entendimiento se interrogaba sobre la necesidad de una vida nueva, que deje a un lado la búsqueda desenfrenada de riquezas y honores como objetivos principales de la existencia. Spinoza no condenaba la acumulación de dinero o los deseos de reconocimiento, solo afirmaba que no debían ser fines en sí mismos. Reformar el entendimiento quiere decir “curarlo” y mantener nuestra búsqueda de bienes materiales en un nivel adecuado para vivir dignamente y poder perseguir nuestros fines junto a los demás ciudadanos. Solamente quiero remarcar que dicha reforma se vincula con una obligación irrenunciable con la que nacemos de preservar nuestro ser; esto es, el deber de conservar la vida. Para hacerlo tenemos que establecer relaciones con otras personas y aumentar nuestra potencia de actuar. Nuestra potencia depende de las relaciones que seamos capaces de establecer y de que elijamos pasiones alegres, porque son las que, justamente, alimentan nuestra potencia.

Este rodeo demasiado rápido e incompleto por Spinoza es el que me permite señalar algo que hicimos a un lado: somos fábricas de subjetividades capaces de vivir conforme a la razón y fundar la libertad política. Hacerlo depende de nosotros. Se trata de crear instituciones sólidas que nos garanticen el desarrollo de nuestras capacidades, ya que el fin del estado no es la opresión, sino la libertad. Pero ser libre es algo más que no tener límites exteriores. Ser libres tiene que ver con poder usar y disponer de nuestras propiedades (en sentido amplio y no como un título legal), sin ningún tipo de señorío que no sea el de la ley que, en definitiva, es una obra colectiva de la que hemos participado.

Todo esto parece algo lejano, pero no lo es.  Se trata de asumir que algunas decisiones no se pueden transferir, así como así. Por ejemplo, el modo en que se pagan los impuestos, la forma en que se distribuye la riqueza que producimos colectivamente, que aspectos consideramos prioritarios a la hora de invertir los recursos públicos, constituyen elecciones que se hacen a través de leyes que sancionan nuestros representantes. Si las decisiones que toman los gobernantes no se condicen con las preferencias colectivas, el problema no es solo el de los gobernantes, sino que también es nuestro porque, repito, creamos la figura del capitán y voluntariamente elegimos la crítica testimonial a la acción participativa.

No obstante, cuando los procesos de crisis sociales se agudizan y nos alejamos del programa de la constitución, no todos los ciudadanos están en condiciones de actuar. La acción política requiere de algunas condiciones. Entre ellas, tener resueltas las bases de existencia materiales mínimas que permitan pensar en otras cosas que no sea la cuestión existencial de sobrevivir. Nuestra sociedad exhibe niveles de desigualdad de una magnitud que afectan las posibilidades de actuar. A la par de ellas, existen barreras de naturaleza política y simbólica que alejan a las personas de lo público. El lenguaje judicial, por ejemplo, separa a las personas de los tribunales. Y las telarañas legales vuelven tortuosa cualquier iniciativa de participación como, por ejemplo, las iniciativas populares que prevé la constitución.

Dichas cuestiones, entre las que se destaca la pobreza, son algunas de las principales preguntas políticas que tenemos que formularnos los ciudadanos y también tenemos que elaborar respuestas de naturaleza política, en tanto y en cuanto, generar las condiciones materiales e institucionales para revertir esa tragedia es nuestra decisión. Se impone, entonces, discutir políticamente y recomponer un Estado para la democracia, capaz de diseñar e implementar políticas públicas para el conjunto de los ciudadanos.

El interrogante final, entonces, no es una pregunta sino un deber spinociano; es decir, tenemos que componer las relaciones necesarias que permitan fundar la libertad política republicana para vivir en una comunidad organizada en base a derechos. Ese deber no es abstracto, sino que requiere de políticas específicas. Me voy a concentrar exclusivamente en la fragmentación social derivada de la pobreza. Pienso, por ejemplo, en poner sobre la mesa la renta básica universal. Y lo hago de la mano del texto La libertad incondicional de David Casassas. Define a la renta básica como una prestación monetaria de las instituciones públicas para todo ciudadano en tanto tal y atada a tres principios: el de individualidad (lo reciben las personas y no los hogares), el de universalidad (es para toda la población) y el de incondicionalidad (se recibe más allá de cualquier otro ingreso).

Uno de sus principales atractivos reside en que trasciende la lógica del subsidio focalizado y apunta a la dignidad de las personas. La primera duda que nace se relaciona con la financiación del mecanismo. No nos debería preocupar porque se trata de una decisión política, tan política como la decisión de los Estados de “rescatar” a bancos y grandes empresas con recursos públicos para evitar las quiebras, o tan política como la decisión de “honrar” la deuda externa sin discutir la legalidad de los títulos que exhiben los acreedores.

Es que aquel deber spinociano supone algo bastante básico pero que a menudo se deja de lado: somos responsables de nuestros actos como ciudadanos. Tan responsables que, salvo en casos de algún tipo de violencia inexcusable que tuerce nuestra voluntad o de especiales agobios que obturan nuestra conciencia, al fin y al cabo, siempre conservamos la facultad de decidir. La decisión acerca del modo de organizar la vida en común la hemos prácticamente transferido a quienes deberían ser nuestros fiduciarios. Sin embargo, conservamos el carácter indeterminado de la acción y, por lo tanto, la capacidad de iniciar nuevos proyectos sin poder predecir las consecuencias y, precisamente por ello, de eludir viejas persistencias. El final, como casi siempre, está abierto.

*Fiscal federal, abogado y licenciado en Ciencias Políticas (UBA), fue designado para intervenir en causas por violaciones a los Derechos Humanos durante la dictadura de la desaparición de personas. Publicó Injusticia (2018) y La cara injusta de la justicia (junto a Catalina De Elía, 2016).


Acerca de 27 de octubre

Una revista para pensar en la coyuntura electoral los posibles comunes. Una cuenta regresiva hasta la elección. Cada día una nota escrita por amigues diferentes. En cada nota el pensamiento como potencia de lo presente. Y un punto de llegada: fuerza de rebelión y de fiesta para no quedarnos solo con lo que hay.


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