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Olor a jazmín: entre octubre y diciembre. Ariel Pennisi*.

En las cercanías de diciembre de 2017 el amigo Federico Levín lanzó la invitación de pensar el olor a jazmín en relación a nuestros diciembres de revueltas callejeras y agites conurbanos. No prosperó. Tal vez sea éste el momento de compartir la breve historia que surgió entonces. Justamente ahora, que, parece, no habrá diciembre porque habrá octubre. Pero de eso se trata: no marchamos con anteojeras a la repetición de lo mismo, sino que nos lanzamos a la pregunta por lo que se agita de la vida en común, otra vez. La revuelta no es una fruta de estación, tendremos nuestros jazmines, pero ya sin la referencia dosmilunera; habremos de tirar los dados nuevamente.

Es difícil describir un olor. Parecería que apenas hay un puñado de palabras disponibles, de aquellas que evocan sensaciones en común sin alejarnos, a su vez, de ese sentido sutilísimo. Cuando pretendemos avanzar hondo o hilar más fino la evocación queda condenada a arrestos experimentales (ininteligibles), o a la más o menos burda sustitución metafórica: olores ásperos, aromas graves… Prefiero llamarlo “hipnótico” por su efecto para nada metafórico.

Lo cierto es que, medio huérfanos de palabras que los bauticen, a salvo de significantes que los cristalicen o vuelvan rígidos, los olores vagan por la memoria con una libertad, un potencial de errancia, que no comparten con el resto de las sensaciones, condenadas en general a reproducir lo que la palabra que las nombra nos hace esperar de ellas.

Por eso, cuando un olor vuelve y activa una vitalidad memoriosa es posible percibir la vibración de la justeza, del dardo en el blanco. Se unen dos recorridos distantes con un hilo hasta entonces invisible. Cuando un olor conecta con un recuerdo, cuando un olor se repite y ata dos cabos distantes, algo se vuelve preciso, una verdad que imaginamos arcaica.

Por eso, no deja de resonar un grafiti escrito al calor de ese diciembre, junto a las vías del tren, en Villa Domínico, que leí sumido en un trance de sopor conurbano: HAY OLOR A 2001. ¿Será el olor hipnótico de los jazmines?

Hay más de una Historia, hay muchas historias. La más curiosa es la historia nunca hecha del olfato. Un fárrago de historias, en realidad. El olor, en sí mismo, es una suerte de máquina del tiempo que no se programa. Una tecnología tan perfecta que no solo no se atrevió el animal humano a duplicarla o “perfeccionarla” en su gesta técnica, sino que le entregó parte de su potencial olfativo al perro, según dicen los biólogos especializados en “coevolución”. ¿Habrá sido para cuidar al olfato del descuidado animal técnico? Es ésta una tecnología que funciona cuando quiere. Pero cuando funciona, hay viaje… en el tiempo. La provocación olfativa, cuando acontece, conecta lo muy lejano de manera muy directa (es decir, cercana).

Ese día en el subte, la transpiración metálica de las manijas… el infierno está en la superficie, huele a restos de gas lacrimógeno y amalgamas de cosas quemadas. Infierno ambiguo, como enseñó Dante –no el traducido por Mitre, sino uno nuestro, aún por traducir–, nos quema y nos despierta justo cuando empezábamos a creerlo castigo. La llama, antes que el bien, está de nuestro lado. La escena policial atemoriza, reprime, pero también indica un poder: el nuestro en un diciembre de éstos. Olor a revuelta. Olor genealógico (y algo metafórico, admitámoslo), viajamos sin miedo.

Las historias olfativas, olorientas o como se las quiera presentar, son tan intensas en arrebatos corporales como huidizas al discurso. Ese racimo de historias que compondrían nuestra historia provisoria del olfato se acumula directamente en la experiencia del común, encarnada en singularidades inconfesas. Ningún Estado puede arrogarse un “archivo general”, ningún historiador una sapiencia oficial. Más sutil que la tradición oral, es un oxímoron burlón para la historiografía. Si la cultura historiadora quisiera echar mano a sus huellas sólo lograría algún resultado a costa de perder la historia del olfato. Porque, en algún punto, es el olfato el que nos historiza y no al revés.

¿Hay unidades de medida olfativas para esas genealogías en nuestros cuerpos? ¿Hay registro del pasaje biográfico a la historia común –ya que la historia común, ontológicamente anterior, sí vive en cada quien? Los jazmines me llevan del jardín de mis abuelos a la Plaza de Mayo, con una diferencia de más de veinte años. En Monte Grande, un árbol de jazmines estiraba la primavera hasta el verano y se repartía entre floreros improvisados. El aroma de jazmín ya sintetizado por la memoria olfativa entre recién nacido y podrido, se mezclaba con los vahos del frigorífico de Monte Grande, entre la sangre quemada con destino de morcilla y las carnes abombadas de las reses en espera.

No hay conexión lógica entre la estancia  infantil con los abuelos amorosos y las corridas juveniles en la plaza desmadrada (donde la yuta le pegó a las Madres). Hay una relación olfativa directa que sólo actualizan los jazmines plegándose con los gases lacrimógenos.

El idilio siempre extrañado con abuelos todo lo alegres que el cansancio ya irremediable del destierro y los restos de guerra en el cuerpo posibilitan, la gloria destituyente de una multitud inorgánica hecha también de alegrías soldadas de golpe, que un diciembre, sin aviso, se hace cargo de sus jazmines.     

*Ensayista, editor, docente (UNDAV, UNPAZ), coautor de Filosofía para perros perdidos. Variaciones sobre Max Stirner (Autonomía, en Red Editorial), autor de Papa Negra (EL) y de Globalización. Sacralización del mercado (Errepar)  


Acerca de 27 de octubre

Una revista para pensar en la coyuntura electoral los posibles comunes. Una cuenta regresiva hasta la elección. Cada día una nota escrita por amigues diferentes. En cada nota el pensamiento como potencia de lo presente. Y un punto de llegada: fuerza de rebelión y de fiesta para no quedarnos solo con lo que hay.

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