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Tiempo al tiempo. Eduardo Grüner*

Octubre, eterno octubre. En ese nombre-de-mes parece anidar una suerte de sortilegio mítico que se derrama sobre las temporalidades políticas. Cuando yo era un joven estudiante (sigo siendo estudiante, pero el otro calificativo se me perdió con los años), un chiste bien serio corría por los pasillos de Filo & Letras. Nuestras opciones políticas podían ser representadas mediante un quiasmo de fechas: o se era del 17 de octubre, o de octubre del 17. ¿Deberemos obligarnos, para mantener el juego de inversiones, a averiguar qué acontecimiento de comparable trascendencia ocurrió en octubre del 27?

En todo caso, y más allá de la liviandad de ese chascarrillo, aprendimos en desordenadas lecturas que las revoluciones (o rebeliones, o insurgencias, o contestaciones, o simplemente los cambios y reformas) siempre se toman en serio las simbologías cronológicas: si la Revolución Francesa creyó necesario cambiar la denominación de los meses del año –puesto que empezaba una era nueva–, la Comuna de París directamente conformó un destacamento de fusileros para “ejecutar” a los relojes públicos –puesto que su imaginario ya no se conformaba con un “nuevo tiempo”: se trataba de detener el tiempo para dar el salto a una radicalmente diferente, aunque desconocida, lógica de la Historia (obvia inspiración, esa ucronía comunera, para el célebre “freno de mano” benjaminiano, aunque Taubes o Agamben o Cacciari lo reenvíen mucho más atrás, a la fundacional caída paulina del caballo).

Ese salto sería el de la fiesta, tal como la entienden los antropólogos: el no-tiempo liminar fuera de toda cronometría, que permitiera una re-fundación comunitaria, un nuevo re-ligare de los lazos sociales destruidos. Pero, dice con razón Diego Tatián, eso no sucederá: la fiesta durará una noche. Y, sí, para que exista la posibilidad de una “destrucción de la destrucción” –que no es, estamos de acuerdo, la ontológica destruktion de la metafísica–, se da la paradoja de que ese no-tiempo tendría que durar. Se requeriría una acumulación de fuerzas “desde abajo”, un embarazo del tiempo nuevo en el vientre de la comunidad sufrida –y gestado también, cómo que no, en la “calle”– para no recaer en el tiempo homogéneo y vacío de la(s) historia(s) de siempre. O en el eterno retorno de lo mismo. O en la kierkegaardiana repetición travestida de novedad.

Por supuesto, es una cuestión que excede a las filosofías, aunque siempre algo de ellas se encarna en el trabajo de parto, como la canónica “guía para la acción”. A muchos les parecerá que, en estos tiempos de agotamiento, de depresión vital y cultural, al viejo topo ya se le han gastado todos sus dientes. Frente a ellos, está muy bien la persistencia del deseo. Y de la esperanza. Pero –porque la filosofía no ha podido aún materializarse en la Historia y superar su propia necesidad de existencia–, como diría Sartre, a la esperanza, para que no sea pura espera, hay que construirle un fundamento.

*Ensayista, sociólogo, crítico cultural. Fue vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y docente de esa facultad y de Filosofía y Letras. Dicta un seminario troncal de la Maestría en Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas (UNDAV). Es autor de El ensayo: un género culpable (1996), El fin de las pequeñas historias (2002) y La oscuridad y las luces (2010), entre otros. Fue Premio Nacional de Ensayo Político (2010)


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Acerca de 27 de octubre

Una revista para pensar en la coyuntura electoral los posibles comunes. Una cuenta regresiva hasta la elección. Cada día una nota escrita por amigues diferentes. En cada nota el pensamiento como potencia de lo presente. Y un punto de llegada: fuerza de rebelión y de fiesta para no quedarnos solo con lo que hay.

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