Ariel Pennisi

El legado

Cristina, el pueblo y el teatro político. Ariel Pennisi*

“Presidente, quiero decirle que usted ha iniciado su gobierno con muy buenos augurios. Ha decidido que, en esta plaza, a la que habían enrejado como un símbolo de división entre el pueblo y el gobierno, se retiraran las rejas. (…) Presidente, confíe siempre en su pueblo; ellos no traicionan, son los más leales, solo piden que los defiendan y que los representen. (…) Tenga fe en el pueblo, tenga fe en la historia; la historia siempre la terminan escribiendo más temprano o más tarde los pueblos. Y sepa que este pueblo maravilloso nunca abandona a los que se juegan por él, convóquelo cada vez que se sienta solo o sienta que los necesita… ellos siempre van a estar acá cuando los llamen por causas justas.”
(Cristina Fernández de Kirchner, 10/12/2019)


La vicepresidenta pronunció su discurso dirigiéndose a una multitud que desbordaba la plaza de mayo ramificándose por calles y avenidas, hasta que, sobre el final de su característica alocución, se entregó al teatro de la política de manera radical, se ubicó exactamente entre el pueblo (o la multiplicidad de procesos y capas vuelta ese personaje histórico que llamamos pueblo) y el presidente recién asumido. Como adelantándose a la lapicera presidencial, a la firma que compromete jurídicamente la persona del presidente –para tal cuidado se designa una secretaria legal y técnica, en este caso Bilma Ibarra, ex compañera de Alberto Fernández–, la vicepresidenta apuntó con su gestualidad y sus palabras a la cuestión de la legitimidad (por definición, no hay funcionarios ni secretarías para certificar eso).

Pero, ¿qué puede un discurso? Los discursos políticos no son equivalentes a los hechos, ni deberían serlo, este tipo de discursos son en sí mismos hechos. Como hecho, un discurso político, supone la instauración de un espacio de habitabilidad, la invitación a habitar una narración –maliciosamente llamada “relato” desde cierta ideología de la transparencia. Un discurso, antes que un hecho –nos corregimos– puede ser un lugar. Un lugar, ciertamente, particular. La potencia metafórica o alegórica agitan en la multitud que apuesta a la escucha deseos compartidos, imaginación política, consciencia de clase o incluso, a veces, algún tipo de conformismo. De ahí su resto indeterminado. No hay transparencia posible cuando se trata de vidas en pugna, consigo mismas y con el resto, cuando se trata del bien común o de las pujas de intereses. Hay lugar, territorios de disputas y de producción del común.

En ese sentido, la invitación de la vicepresidenta que asume como constructora de un espacio político que la excede como frente, pero que le debe su anclaje popular en términos de legitimidad, tiene la contundencia y la fragilidad de lo performativo: usa la segunda persona, trata de “usted” a su amigo, el presidente, justa distancia para ubicar a ese “pueblo maravilloso” y leal bajo una tercera persona protectora (curiosamente, “tercera persona” podría significar tanto el pronombre como la posición que ella misma pretende ostentar); y gracias a esa operación logra hablarles, al mismo tiempo, al presidente y a la multitud callejera. Como si dijera: “vea presidente esta plaza” y, al mismo tiempo, “escuchen lo que le estoy (¿le estamos?) marcando al presidente”. La cosa política reinstalada en el corazón del teatro político, que había sido privatizado por gestores de negocios, viejos empresarios de país bananero hábiles para el usufructo pernicioso y el robo de los bienes públicos, con nuevas técnicas financieras.

Si el soberanismo surgió teórica y prácticamente como invención de una fuerza por arriba que resolvería una debilidad por abajo, fue el giro moderno el que desplazó la legitimidad del demos a la “seguridad”. Es decir, ya no se trataría del autogobierno del pueblo a través de las mediaciones que éste fuera capaz de darse, sino del monopolio de la fuerza bajo la forma de un Estado que, en realidad, se parecía más a un gran Ministerio del Interior. Ese Estado se fue complejizando con el tiempo y llegó a alcanzar la forma del Estado social (un Ministerio de Desarrollo Social), para luego –neoliberalismo mediante– perder su potencia formadora de subjetividad y reubicarse como Estado técnico-administrativo. Por estos pagos tuvimos nuestro 2001 marca registrada. Con esos antecedentes y apelando a la memoria de las luchas populares, Cristina Fernández invirtió la fórmula de ese primer soberanismo inscripto rudimentariamente en el sentido común: llama al presidente a convocar al pueblo cada vez que él mismo se encuentre en condiciones de debilidad, una debilidad por arriba cuya resolución vendría de abajo. Los débiles no son los débiles, el pueblo menesteroso alberga una fuerza hecha de memoria y calle que es invitada a una suerte de teatro brechtiano, donde nadie se reduce a simple espectador, donde circulan alertas y reconocimientos para una época en la que tocará nuevamente medir fuerzas.  

¿Será ese, finalmente, el legado de Cristina? Sus dos mandatos recorrieron momentos de gran potencia enunciativa, de invitación a dar peleas concretas, tanto como zonas de vaciamiento del discurso político, forzado a compensar lo que las prácticas de gobierno y las condiciones reales de enfrentamiento no dejaban recorrer. Los logros, claro, no fueron pocos (estatización de las AFJP, estatización parcial de YPF, AUH, ponderación del salario, políticas educativas, etc.), y la “sintonía fina” del último mandato supuso medidas de orientación contraria a la pregonada (Ley de ART, baja de los aportes patronales, pago de punitorios sobre la deuda externa al Club de París, etc.). Pero no es éste el espacio de los inventarios, ya que la política no está hecha de enumeraciones dispuestas en fila y, si bien, se piensa con datos, el pensamiento aporta sus propios “datos” en forma de relaciones, imágenes, provocaciones. En todo caso, las virtudes de sus gobiernos no alcanzaron para retener el poder ni para dejarle al gobierno siguiente una situación lo suficientemente “incómoda” como la, en ese entonces, presidenta saliente insinuó.

Apenas comenzado el gobierno de Macri, en el contexto de las primeras medidas de gobierno orientadas a favorecer a los sectores oligárquicos y reactivos, en medio de un clima de revanchismo obsceno, en su primera visita a Comodoro Py, Cristina Fernández dio un discurso ante la militancia en el que hizo hincapié en la necesidad de un frente ciudadano que pudiera prescindir de su figura. Pero la sugerencia no logró inscribirse y la siguiente elección la tuvo como protagonista de una derrota electoral urdida por la unión del antiperonismo y la división del peronismo. Pero de a poco las virtudes de sus períodos de gobierno, sin alcanzar el estatuto de un legado, fueron reapareciendo en el imaginario colectivo por contraste con las medidas del gobierno de Cambiemos, mezcla de política de la humillación y uso impune del Estado en beneficio de familias grotescas para la historia argentina y capitales especulativos no menos groseros.

En ese sentido, la pregunta por el legado nos vuelve a encontrar en la plaza, como parte de ese teatro político. Si en el juego de los políticos profesionales hay un día de la lealtad (esto se dice del peronismo, pero vale para el conjunto de la política profesional) porque hay 364 de traición; si en ese dicho caben gobernadores, funcionarios y aliados, parece que el único que no traiciona es el pueblo (“ellos no traicionan, son los más leales”). Todos y todas fuimos avisados. Nos avisamos a nosotros mismos. Cristina lo pronunció, fue guionista y protagonista de un guion que no le pertenece a la vez, más que intermediaria o representante, parecía una suerte de delegada de la plaza. Ocupó un espacio resistente a la separación cruel e indolente entre gobernantes y gobernados. Apostó a la mística de esa tensión, a la demora en la fuente de legitimidad, ante la posibilidad de la mistificación habitual de la instancia de gobierno. Respiró su aliento en el aire espeso de ese encuentro multitudinario y fabricó sus palabras desde la complicidad. La atmósfera que tomó la escena es marca de origen de un gobierno que probará o no su fidelidad.

El giro escénico de Cristina, ese desdoblamiento de su figura, ese ofrecimiento, esa exposición de la fragilidad no es habitual en las maquinarias gubernamentales. Aún en la autosuficiencia de su enunciación, en el exceso pedagógico que desliza su estilo, en la altanería que irrita a propios y ajenos, había lugar para un gesto conmovedor por cuanto saca toda su fuerza de la fragilidad misma. Los débiles no somos los débiles, sepámoslo, fuimos avisados por una vicepresidenta que, en realidad tomó ese papel en el teatro político para que nos avisemos como pueblo de carne y hueso, como multitud de cuerpos dispuestos a reinventarse historia. Si la multitud no llega a ser el mismísimo príncipe, como quería Toni Negri en una peculiar relectura de Maquiavelo, un pueblo vicepresidente suena más adecuado a lo que vivimos el martes en la plaza. No se trató del pueblo delegando en su vicepresidenta la capacidad de advertirle sobre sus funciones y límites a un presidente, sino de Cristina legando a esa multitud real, ambivalente, contradictoria, reunida en un afecto político promisorio –digamos, “pueblo”– un lugar protagónico en el teatro del poder. El resto, la potencia, contracara inventiva del poder, depende de nosotras, nosotres, nosotros.

Advertencia

La plaza sudó formas de estar en las que se superpusieron la marcha peronista, el pogo ricotero y el himno nacinal, cánticos nuevos y viejas consignas que miden su vitalidad actual. Nada demasiado nuevo, en realidad. Por ahora, la potencialidad de una memoria viva en cuerpos que dicen “presente”, se lo dicen a sí mismos y lo corroboran en el resto. Policlasismo embroncado que reúne la violencia potencial con una delicadeza propia del cuidado mutuo. “Nosotros somos buenos, nosotros somos buenos”, supieron cantar ante las cámaras de un periodismo adverso los militantes de la Túpac Amaru. Cierto, somos buenos pero no boludos, sugería la firmeza de sus voces. Como consecuencia, Milagros Sala es la presa política de un caudillo fascistoide de tradición radical. En algún punto, nuestra oligarquía tiene razón en temer a los caldos de cultivo populares, porque “somos buenos” hasta que dejamos de serlo. La multitud cuidadosa del martes, bien podría volverse pueblo tormentoso, lucha de clases activa. Porque, somos policlasistas, hasta que dejamos de serlo. Finalmente, el “pueblo”, en tanto se comporta como Uno, es una máscara que logra mostrar una orientación en un momento dado, un gesto comprensible a propios y ajenos, y se soporta en una razón plural que momentáneamente (hasta que resulte necesario) hace uso de esa máscara para el teatro político que le toca en suerte.      

* Ensayista, docente e investigador en la Universidad nacional de Avellaneda y la Universidad Nacional de José C. Paz, editor (Red Editorial), coautor de Filosofía para perros perdidos. Variaciones sobre Max Stirner (junto a Adrián Cangi, Red Editorial, 2018), autor de Papa Negra (2011) y de Globalización. Sacralización del mercado (2001); Dirige junto a Rubén Mira Revista Digital Efímera y conduce y coproduce “Pensando la cosa”, serie web de Canal Abierto.

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