De los todos que no se fueron y de la propiedad de los cuerpos

Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on whatsapp
WhatsApp
Share on email
Email

Contemos brevemente la historia de un cuerpo (podría ser el cuerpo de “el que esto escribe”, “el arriba firmante”, etcétera, o cualquier otro: no tiene mayor importancia). Durante los años de la primeria infancia, el cuerpito fue administrado por sus padres –por suerte: de otra manera quizá hubiera muerto–; más tarde, por la escuela primaria y secundaria; en los años 60, una parte del cuerpo lo administró la Facultad de Filosofía y Letras donde estudiaba, otra parte el Banco de la Nación donde era empleado. De allí en adelante, el cuerpo fue administrado por varias patronales tanto privadas como estatales (la UBA, donde era docente). En 1967, durante 14 meses la que administró su cuerpo fue la Fuerza Aérea, donde hizo su servicio militar. En 1974 fue el Servicio Penitenciario, que encerró su cuerpo durante dos meses en la cárcel de Devoto, luego de capturarlo en una manifestación prohibida que conmemoraba el segundo aniversario de los fusilamientos de Trelew. En 1982, zafó de que su cuerpo, ya demasiado madurito, fuera administrado por las Fuerzas Armadas en Malvinas, como sucedió con tantos cuerpos de 18 o 20 años. Y, por supuesto, durante toda su vida adulta y hasta hoy, el cuerpo fue administrado por el Estado a través de leyes, impuestos, obligaciones varias. Y siempre, pero siempre, su cuerpo (y también su alma) fue parcialmente administrado por amores, amistades, hijos, o simplemente los otros y otras que se necesitan para sobrevivir cotidianamente. Fin, por ahora, de la historia.

 

¿Qué quiere decir todo esto? Sencillamente, que no es verdad que “mi cuerpo es mío”, y que tengo derecho a hacer lo que me venga en gana con él. Desde ya, se entiende –y se apoya enfáticamente que, por ejemplo, una mujer diga eso para defender su derecho a no ser violada o abusada, a ejercer la libertad de practicar un aborto sin riesgos sanitarios o judiciales. Pero sostener la libertad del propio cuerpo en abstracto es negar, un poco psicóticamente, el mundo en que se vive. Es un mito burgués, una fantasía liberal. Y es una ilusión peligrosa cuando esa ideología se desliza hacia alguna clase de fundamentalismo “libertario” (los viejos y heroicos anarquistas, a los que les fue secuestrado ese significante, ahora pueden entender al Benjamin que decía que, si el enemigo sigue triunfando, ni los muertos van a estar a salvo): lo que significa el enunciado en este caso es que algunos pocos cuerpos –“meritocráticos”, se los llama son libres de esclavizar a todos los demás. Así que, no: mi cuerpo, en la sociedad en que vivimos, nunca es plenamente de mi sola propiedad; es compartido por el Estado, por los Amos, en el mejor de los casos por muchos otros cuerpos a los que nos aferramos por necesidad vital. Y desde hace un par de años, para colmo, por un virus, despótico gobernante con corona y todo, que tiene su propia lógica de administración de la vida y la muerte.

Por supuesto, los momentos particulares de libertad y autonomía existen, incluso para estos cuerpos heterónomos. Una militancia política, un trabajo intelectual o manual elegido, una actividad cultural o simplemente de entretenimiento, un hobby, un enamoramiento efímero o duradero, son relámpagos de autoadministración del cuerpo, que, aunque no estén totalmente exentas de administraciones externas (muchas de esas cosas suponen el ingreso a una red de mercancías gestionadas por el mismo Capital que determina el funcionamiento de nuestros cuerpos), no dejan de ser reapropiaciones, tal vez pasajeras pero intensas, de un cuerpo que en esos momentos sí tengo derecho a imaginar que es mío. Y la intensidad de la reapropiación aumenta, curiosamente, cuando ese ejercicio, ese ensayo de libertad, se hace junto a otros. Las formas de acción colectiva, la resistencia compartida frente a las dictaduras o los poderes autoritarios, acentúan la potencia de libertad que duerme en mi cuerpo. Se entiende, así, la famosa y provocativa (como era su inveterada costumbre) boutade de Sartre, cuando se atrevió a decir: “Nunca fuimos más libres que bajo la ocupación alemana”. Es así: cuanto más opresiva es la administración de los cuerpos, más intenso es el arranque de libertad en que nos animamos a zambullir el, entonces sí, “nuestro”.

Las jornadas de diciembre 2001 fueron uno de esos momentos, siempre imperfectos, siempre incompletos, pero siempre abiertos a un acto de libertad corporal. El cuerpo de nuestra historia había participado en muchos, innumerables, acontecimientos similares en los cuarenta y tantos años anteriores. Sin embargo, hubo algo en esos días que sonaba, que olía, que se sentía, diferente, para bien o para mal. ¿Era la espontaneidad de esa multitudo spinozi-negriana que parecía haber surgido de la nada (del subsuelo sublevado de la patria, se dijo en otra ocasión histórica)? ¿Era la furia y la indignación por los muertos inmediatos mezclándose con la alegría y la exaltación adrenalínica de los cuerpos palpitando en la acción? ¿Era su carácter de ilustración casi exacta de la tesis de Masa y Poder de Canetti, cuando afirma que una pulsión central de la masa es la de su crecimiento constante, que produce el aumento también constante de su tensión colectiva, hasta llegar a la “descarga” (así la llama el autor), tan parecida a una suerte de orgasmo plural? A 20 años de distancia, es muy difícil decirlo, la memoria flaquea, las sensaciones vacilan, el cuerpo ya no es el mismo. En todo caso, lo que sí recuerda “el que esto escribe” es haber hecho la asociación con un estupendo film de Bertrand Tavernier, El Relojero de St. Paul. El protagonista, el relojero del título, hombre bueno y un tanto ingenuo, sale de la sala del tribunal donde acaba de ser condenado su hijo veinteañero, acusado de un presunto atentado político. Desesperado de angustia, se aferra al brazo de un amigo, y entre sollozos le pregunta: “Pero, ¿por qué lo hizo?” El amigo lo mira a los ojos y le explica: “Se asfixiaba. Tuvo que romper una ventana para que entrara el aire”.

Eso fueron aquellos días. Una multitud de cuerpos asfixiados, entre la mayoría de los cuales no había existido antes relación alguna, salieron simultáneamente a la calle a romper ventanas. Como si aquellos momentos de reapropiación del cuerpo de los que hablábamos, acumulados a cuentagotas durante una vida, de pronto se condensaran en una gigantesca inhalación de aire fresco en una noche de verano. La consiguiente exhalación generó un vendaval. O, mejor, un torbellino de vientos encontrados. A ras del suelo, miles de esos cuerpos entraron en la Plaza. Más cerca de las nubes, unos pocos salían de ella en helicóptero (en realidad uno, el cuerpo “de arriba” más privilegiado: los otros tuvieron que escapar por las puertas traseras). Desde luego, eran cuerpos muy diferentes, con la mayor diversidad posible de motivaciones: ahora –con el diario del lunes, como se dice– sabemos de la diferencia inconmensurable entre aquellos que se asfixiaban por hambre y los otros que se asfixiaban por sus dólares acorralados. Ahora, con el diario del lunes, sabemos que “Piquetes, cacerolas, la lucha es una sola” fue una etérea utopía transclasista: en las dos décadas siguientes, los piquetes fueron el fastidio del caos-de-tránsito para las cacerolas, y estas volvieron al lugar de donde habían venido en el origen, los cacerolazos de la “clase media” (esa media clase) contra Salvador Allende. Y además, aún en el centro eufórico de la “descarga”, nunca logramos reapropiarnos totalmente de nuestros cuerpos: “Que se vayan todos”, ese aguerrido canto de batalla que nos atravesaba el cuerpo, aludía a los malos gobernantes o en todo caso a la llamada “clase política” (que de todos modos, como sabemos ahora con el diario del lunes, no toda terminó por irse): no se cantaba para que se fueran los bancos, las multinacionales, los especuladores financieros, la “oligarquía vacuna”, el FMI o la burocracia sindical. Es decir: aun nadando en ese océano de libertad, una partecita de nuestros cuerpos seguía siendo administrada a control remoto por la voz del Amo.

Pero, como reza el dicho popular, ¿quién nos quita lo bailado? En esos días todavía no teníamos el diario del lunes. Ellos fueron la mejor de las escuelas. Algunos aprendieron a leer; otros, que creían agotadas sus lecturas, tuvieron que volver a la primera página. Muchos, que no habían pensado en la posibilidad, se enteraron del entusiasmo de las asambleas barriales, de la eficiencia de las fábricas autogestionadas. Si hay que estar insistiendo en los claroscuros, es solo para recordar que siguen quedando muchas ventanas por romper. Cuando caiga la última, quizá –vale la pena la apuesta pascaliana–, aprenderemos a administrar nuestros propios cuerpos en su lazo con el cuerpo colectivo: recién eso sería lo que un clásico llamó “el reino de la libertad”.

 

 

* Ensayista, sociólogo, crítico cultural. Fue vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y docente de esa facultad y de Filosofía y Letras. Dicta un seminario troncal de la Maestría en Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas (UNDAV). Es autor de El ensayo: un género culpable (1996), El fin de las pequeñas historias (2002) y La oscuridad y las luces (2010), entre otros. Fue Premio Nacional de Ensayo Político (2010). Publicó numerosos artículos y ensayos en libros y revistas locales e internacionales. En Red Editorial publicó ensayos en los libros: Pasiones políticas (varios, 2013), Siete sentencias sobre el séptimo ángel (Michel Foucault, 2017) y Biocapitalismo (Toni Negri, 2013), y prepara un volumen sobre antropología y filosofía para la colección “Contemporáneos”.