Declaración impropia de un atleta

Episodio CVI

Adrián Cangi*

He aquí mi cuerpo, siempre local y en vibración singular. Aunque reconozco que los cuerpos no tienen lugar, ni en el discurso, ni en la materia en sí. Tienen lugar en el límite, en la fractura y en el continuo de la materia para forzar siempre más lejos al pensamiento. Mi cuerpo conoce su filo, su quemadura, su pena. Son sus lugares donde el sentido tocó el sinsentido. Aquí, en el punto del dolor, solo hay un sujeto abierto, anatómico, cortado, llagado, cicatrizado, ensamblado como una máquina de guerra, donde solo el dolor no se da como sentido. Allí incluso donde la angustia aún se da como sentido, y es la figura de la extrema concentración, el dolor muerde el cuerpo del atleta. El cuerpo del atleta aprende una íntima convivencia con el dolor y la frustración, se prepara en el límite de lo que no está organizado para el sentido. Se forma entre la llaga y la cicatriz que escapan al sentido y dejan solo una huella fabulada e irrisoria, a veces serena y a veces gozosa, pero que siempre escapa al sentido y al saber.

No encuentro sentido en haber sido atleta, ni en la salud que porta mi cuerpo con las marcas del esfuerzo a largo plazo ni en la sociabilidad que indica lo excepcional frente al estar en común. Cualquier cuerpo es insustituible al igual que lo son sus capacidades comunes, pero el atleta es antropotécnicamente preparado para ser insustituible como singularidad irreductible. Casi escapa del canon y toca al monstruo, aunque la extraña belleza de los cuerpos a veces parezca indicar lo contrario. Como se dice en la jerga doméstica en las Olimpiadas: allí bajan los dioses y diosas de un laboratorio más cercano a la astronomía que a la anatomía, a la cibernética que a la medicina clásica, y con esto se indica sin dudar que son cuerpos de diseño que han convivido entre electrodos, alimentos balanceados y complejos vitamínicos, entre otras sustancias de consumo potenciador. No se trata de cuerpos humanos en sentido explícito, algo inhumano los recorre por sus flujos.

He sido un atleta o he pertenecido a la dimensión mitológica del poder al que pertenecen los espectros conformados entre una zoopolítica y una biopolítica. El resto de la vida que habito es un largo y progresivo proceso para desaprender aquella manipulación y transmisión cruel de una herencia jurídica de la ley que produjo efectos performativos en mi cuerpo. Efectos no exentos de llagas y cicatrices, de fracturas y de entablillados. No he sido un deportista sino un atleta. Es como decir, en lengua académica, no he sido un lector sino un estudioso abnegado. Nada que me congratule, nada para festejar. Ser un atleta no es una fiesta, sino una larga preparación negra y clandestina de una vida entre restos épicos, heroicos y narcisistas, con remedos y ritornelos regionales y nacionales, que poseen un lote sacrificial. Ser un atleta es un capítulo aún no escrito pero preanunciado por la Genealogía de la moral de Nietzsche.

He sido un tipo especial de actor-guerrero preocupado por la presentificación de un gesto que defina en una acción un combate. He vivido por años jugado a la inmediatez testimonial de un gesto que culminara cada combate. Incluso, he combatido con partes muy dañadas de mi cuerpo orgánico. Mis maestros de yudo fueron conservadores y ordenadores, capaces de recuperar comportamientos pasados en cada gesto y en la transmisión de la herencia. Desde los cinco años entré en un tatami dentro de un dojo en lengua japonesa, y no salí de allí por 30 años, mientras atravesé a la selección argentina juvenil y de mayores. Como se dice en la jerga, representé a mí país. De niño limpiaba el tatami para aprender respeto, honraba al caído durante el combate y lavaba la espalda del maestro como signo de humildad. Una disciplina y una erótica quedaron mezcladas en la formación antropotécnica de mi cuerpo. Fui educado como un guerrero con la nobleza antigua.

Pero la competencia es otra cosa que la nobleza. Se llena de bucles, de mañas, de técnicas sucias, de malas artes, solo para conseguir objetivos tácticos. La ética dio lugar a la eficacia técnica. Entrenaba siete días por semana y cinco horas diarias con el objetivo de automatizar el movimiento imprevisible y nunca pensado con el que se ganan los combates. Una larga preparación consciente para que en un instante de azar o en un encuentro involuntario o inconsciente se defina la escena. El atleta es un hábito en tiempo presente como mezcla de necesidad y deseo. Solo vive para la justa contracción de un gesto entre la necesidad singular y el deseo excedentario. Conoce un único fin: adiestrarse, enfrentarse y dirimir quien es mejor. No importa si se trata de un acto individual o colectivo, el fin es el mismo. Este es un problema universal, aunque solo se perciba en múltiples historias biográficas de atletas consagrados. La vida de un atleta es mucho más que un balbuceo, es la logística de posiciones que un cuerpo asume y soporta en el presente para una acción y que tendrán efectos imborrables para la vida de una memoria vital.

El deporte ha sido considerado una cuestión de técnicas y resultados, de aprendizajes tácticos y de competición, de resistencias y esfuerzos, de industrias y representaciones, de naciones y de marcas. Se trata, como en cualquier disciplina, de dominar y asumir los gestos adecuados, pero, ante todo, se trata de un empeño que traza su curso lejos del juego y cercano a la disciplina, tanto desde el mundo griego antiguo hasta las sociedades disciplinarias modernas. Tal vez, mucho después, viene el llamado “talento” y la denominada “improvisación”. Pero siempre son el resultado de un riguroso control que se internaliza. Un poder sobre la vida donde todo ejercicio de dicho poder y control coincide con la administración de lo viviente. Pero ante esa administración cada cuerpo de atleta es el que sufre, mientras el deporte se expone como la sanidad del planeta. Mi cuerpo inventado por técnicas está aquí, en la experiencia de este pasaje entre sanidad y perversión, entre la promesa curativa del deporte y la lógica perversa del atleta. Todo atleta conoce su fortuna, y es solo allí cuando sabe que su cuerpo le es tan propio como impropio. Pero también conoce la herida, donde aprende el límite y la medida. Se necesitó de turgencia muscular para sentir la distensión del esguince. Los atletas exponen la técnica como actuación y la existencia como técnica.

Hay que asumir que el deporte es cosa de resultados: tiempos, puntajes, puestos. Como en la tradición griega que debaten Homero y Platón, hay una fina alianza entre el arte de la guerra y la práctica del deporte. Se discute en aquellos tiempos si algo separa al deporte de la retórica y de la guerra. Y con esta asociación se lo dispone como un problema político en el que oscila la virtud de los gestos con la acción de los mejores. Se jugaban allí la bondad, la valentía y la prudencia. La pregunta griega consistía en saber si éstas disciplinas, como la del pugilismo de Polidamas de Tesalia, era visceral o un arte del alma. Límite delgado por el que se desliza el respeto al adversario o el odio al enemigo. El deporte porta la honra o la deshonra de tierras, ciudades, cantones y naciones. Lo sabemos bien en nuestra tierra por Diego de Fiorito, quien nos redimió en un instante de gloria ante los ingleses. El deportista es un efecto del político que concentra en su cuerpo el laboratorio de las técnicas individualizantes que culminan en la fabricación de atletas. Antes que un negocio de espectáculos y proezas, de ceremonias mediáticas y centralidad de los logos, es un campo de investigación farmacológica y pornográfica contemporánea, propio del desarrollo de las sociedades de control, que construye cuerpos artificiales que provienen de logísticas de percepción bélicas. Salen de las competencias como si fueran dioses. Se preparan para ellas como si fueran únicos.

El deporte es considerado en sí como el espacio del rendimiento, con accesorios revolucionarios y adecuados que llevan el nombre célebre de algún campeón aclamado: calzados o antiparras, raquetas o palos de golf. Igual que las figuras que se enseñan en muchas artes deportivas a las generaciones futuras, portan el nombre célebre de un modo de sacar en tenis, de patear tiros libres en futbol o de un movimiento único en la barra de equilibrio. Las proezas llevan el nombre propio y trasladan su nombre privilegiado a un artefacto eficaz. Es el reinado del “diseño de sí” neoliberal que confunde artistas, atletas y modelos, y así lo fueron y lo son muchos, como Guillermo Vilas, Diego Maradona, David Beckham o Cristiano Ronaldo. Los antecedentes de la pretendida armonía griega, de la buscada vitalidad ilustrada y del higienismo propio de fines del siglo XIX, no definen a las singularidades incomparables que constituyen la eminencia y excepcionalidad atlética. El atleta es lo desemejante entre los semejantes. Es una pieza de laboratorio como Messi más que de potrero como Maradona. El fin luego borra los medios. Por ello es cálculo, rutina y fetichismo en cada acción. Sólo basta pensar en cada movimiento de Nadal en una cancha de tenis, sólo basta recordar el doble de Ginóbili, a través del vuelo del balón en tiempo cumplido, que nos consagraría campeones. Nadal o Ginóbili son máquinas de cálculo de movimientos diseñados por años que se conservan en el instante de preparación o de gloria.

En el fondo del problema, un esfuerzo, un ejercicio mil veces repetido, un entrenamiento de hábitos precisos define sus pretensiones y territorios. Por ello, tal vez, se dice que el deporte configura prácticas performativas que poco guardan de relación con el placer, aunque liberen endorfinas y como decía Maradona a viva voz “el deporte es lo que hace feliz a la gente”. Los rituales y los ritmos de un atleta son siempre perversos: ensanchan el espacio conocido y complican la desigualdad constituyente de ese cuerpo ante las repeticiones periódicas. Configuran diferencias rítmicas aberrantes que exceden cualquier repetición periódica de los cuerpos vivientes. Y contienen, en el mundo de los atletas, la crueldad añadida de solo recordar a los campeones.

Los atletas competitivos de alto rendimiento no son deportistas sino performers perversos que pertenecen al orden de las “cosas”, capaces de ampliar un espacio de las condiciones del cuerpo orgánico por las potencias inorgánicas, que revela la exigencia de ofrecer una performance única, singular, incomparable y aberrante. El rendimiento competitivo del atleta no pertenece a ningún horizonte humanista de equilibrio y bienestar. Se trata de un territorio neutro e impersonal de una “cosa sintiente” que solo aspira a la superación de sí mismo y de los propios límites. Jamás se interesa por los otros sino por los ritmos de su particular cuerpo viviente como cosa sintiente. Cierta santidad y atletismo se mezclan indiscernibles en la perversión excepcional y eminente del atleta.

Ninguna normalidad ni principio de placer interesa a un atleta. No se pregunta por el bienestar. Navega entre llagas y cicatrices, entre esguinces y fracturas, entre estímulos inadecuados y un sex appeal de lo inorgánico, entre alimentaciones calibradas y sueños calculados. Son subjetivaciones proyectadas y programadas con un fin previsto que puede resultar imprevisto y con efectos emocionales indeseados, aunque se deseen acompañados. Poco importa el dolor aunque deje huellas imborrables, son el modelo de una industria de la santidad o de la perversión, y lo mismo da una que la otra. La cosa que siente solo aspira a la superación de sí misma como el acto religioso más complejo que define al capitalismo.

¿Quién conoce en el mundo algo como el cuerpo? Es el producto más tardío, el más largamente decantado, el más precisamente desmontado y el que ha sido vuelto a montar según cada capricho del malestar de la cultura o, mejor aún, de la cultura como el más prodigioso malestar. El cuerpo es el último peso, la punta extrema del peso que se vuelca en la caída. Es la gravedad sin dudas, pero antes es el desfavorecido de la naturaleza, el dejectus como lo llama Séneca, el que aprende como el escalador de alta montaña una sensibilidad de irradiación de su cuerpo semejante al de una estrella de mar. Agachado en medio de las curvas de fuerza proyectadas por sus cuatro apoyos, el escalador al igual que el mono, no precisa un techo. Sus extremidades y la parte posterior de su cuerpo lo protegen. Exhibe la flexibilidad de la araña o del mono. En movimiento el cuerpo unifica los sentidos como membrana, transformándose en un pedazo de roca en el escalador o en un torbellino de agua en el nadador. Torbellino en el nado, que trae del fondo del mar a la superficie, los movimientos del pulpo, del delfín o de la rana.

Gracias a la inmersión en las aguas desde muy niño comencé el largo camino de cura del cuerpo-guerrero. He competido en las aguas como en la tierra. Allí, y lentamente en el abandono de la competencia, es donde se escribe el arte del olvido en el cuerpo ritual. Y en esa inmersión en las aguas, como si se tratara del diario de vida de un nadador que hace su inmersión en el Leteo, es donde enfrenté el dolor y la pena de un cuerpo ido, también la alegría de un cuerpo recobrado. El cuerpo inventa su cura, justo allí donde la cabeza adora repetir. El cuerpo nunca está caído, sino completamente al límite, en el borde externo, extremo y sin nada que haga de cierre, y sin embargo el cuerpo es donde se pierde pie y se expone plena la existencia. El pensamiento del cuerpo nunca va lo suficiente lejos para que sea cuerpo en sí de lo que se trata. Solo se lo rodea por sus bordes, fracturas y límites. Así como el sexo y la muerte son irrepresentables, los cuerpos son solo el brillo de su actuación instantánea que gritan como las estrellas cuando son chupados por agujeros negros.


* Ensayista, editor y filósofo. Enseña en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad Nacional de La Plata y en la Universidad Nacional de Avellaneda, donde dirige la Maestría en Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas. Se doctoró en Filosofía y Letras en la Universidad de San Pablo, Brasil. Es autor de Gilles Deleuze. Una filosofía de lo ilimitado en la naturaleza singular (2010, 2014); co-autor de Filosofía para perros perdidos. Variaciones sobre Max Stirner (junto a Ariel Pennisi, 2018), y compilador y autor de Linchamientos. La policía que llevamos dentro (junto a Ariel Pennisi, 2015), de Imágenes del pueblo (2015); Meditaciones sobre el dolor (junto a Alejandra González, 2019); Vitalismo. Contra la dictadura de la sucesión inevitable (en colaboración con Alejandro Miroli y Ezequiel Carranza, 2019) y Meditaciones sobre la tierra (junto a Alejandra González, 2020).

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