Imprudente prudencia. Anticipo y verificación

Episodio LIX

Ariel Pennisi

Antes de la pandemia

A veces, no hay nada más imprudente que el llamado “realista” a la prudencia. El gobierno de Cambiemos alentó y se montó sobre un viento contrarevolucionario por una revolución que no vivimos. Las primeras magras medidas del gobierno del Frente de Todos despertaron las críticas de siempre por parte de la derecha mediática y hasta una amenaza de tractorazo. La experiencia política kirchnerista nos dejó un axioma: el costo político no es directamente proporcional a la profundidad de las políticas. En algunos casos, los embates tienen que ver con los intereses de la concentración de la riqueza sin más y los sectores privilegiados que la encarnan –estos sí radicales en sus posturas–, en otros las críticas provienen de un sentido común ramplón y servil, mientras que otro elemento a tener en cuenta es el miedo a cualquier indicio de transformación y movilidad social, la sensación, por abajo, de que el ordenamiento y las jerarquías existentes corren algún riesgo. Horacio González, en un artículo periodístico de abril de 2013, a caballo de manifestaciones muy voluminosas contra el gobierno de entonces, hablaba del “miedo a un estilo reformista moderado” que se expresaba en las calles, pero también en las virulentas editoriales de los principales medios opositores. Se puede observar que ante un gobierno que no responda directamente a la trama oligárquica y mafiosa que encarna un poder de facto, un gobierno de origen electoral popular, aunque concesivo, negociador y hasta claudicante en muchos aspectos, el conglomerado del poder fáctico es capaz de inventarle el rasgo izquierdista, el vínculo corrupto o el secreto populista. Es la lógica del insulto la que sobrevuela esas acusaciones, en tanto el insulto no se caracteriza por la fealdad o lo grotesco de un contenido, sino más bien, por su capacidad de nombrar al otro con un nombre que no le corresponde ni desea; en este caso, la derecha nombra a su adversario tal y como le conviene, para así demonizarlo y dejarlo fuera de juego. De paso, si se insiste en llamar “izquierdista”, “radicalizado” o “montonero” a quienes, en realidad, obran como reformistas moderados; cualquier dinamismo que exceda esa moderación directamente se cae de la mesa, desciende al estatuto de ruido bajo la alfombra… cuando no se trata directamente de terroristas.  

En el Frente de Todos, las voces más prudentes insistieron desde el minuto uno en morigerar las expectativas y no fomentar la potencialidad de esos sectores reaccionarios de hegemonizar el escenario político. ¿Qué tal si invertimos la ecuación? ¿Qué tal si en lugar de insistir en planteos según los cuales es mejor no “hacer olas” para no despertar el enorme poder de facto de la Argentina, para no ponerse en contra a sectores clave de la economía, o para no pagar los costos políticos del caso, evaluamos los costos inevitables por el simple hecho de tratarse de un gobierno de origen popular y esgrimimos un estilo de acción política a la altura de esos costos? ¿Dicen que somos izquierdistas, que osamos cuestionar el endeudamiento y el pago sin más de una deuda ilegítima, que entre nuestras filas se habla de una reforma agraria actualizada, que nos parece razonable la expropiación de una cerealera para investigar e incidir sobre los costos de los alimentos, que pretendemos impulsar la estatización de los servicios públicos vilmente privatizados –y, para colmo, algunos desearíamos que la dirección fuera compartida con trabajadores y usuarios–, nos creen capaces de hacerle la guerra a la fuga de capitales y de tantas otras cosas más? Pues bien, mejor confirmar esos fantasmas antes que volvernos fantasmas de nosotros mismos, mientras la editorialización conservadora, oligárquica y ultraderechista de la realidad nos marca la cancha agujereando todo piso de discusión. 

El gobernador Kicillof, cuando candidato, percibió la necesidad de esforzarse en explicar ante el periodismo (y un electorado imaginario) que no era comunista –alguno asintió recordando que pagó con punitorios al Club de París, pero nada es suficiente–, que la transfusión sanguínea resultó exitosa y ahora se sabe la marcha peronista completa. ¿Consideraba acaso que un Pichetto imitador de Bolsonaro era el interlocutor más válido del momento? No hay caso. Mientras se lo identifique como gobierno popular o, al menos, no deliberadamente antipopular, y se lo califique como judío marxista, en un país racista, clasista y con una historia de antisemitismo como el nuestro, no hay moderación que alcance. Pero las piruetas del realismo suelen ser crudas y hasta crueles… incluso poco realistas: el sostenimiento de Sergio Berni excede cualquier cálculo benéfico en términos electorales, cualquier dieta a base de sapos. Además, cuando votamos a Kicillof, nadie nos prometió mano dura, ni propaganda fascistoide, ni amor sobreactuado por la propiedad privada. Y aun sin esos aparentemente apetitosos activos electorales ganó por más del 50% de los votos a una María Eugenia Vidal derrumbada. A veces, demasiado prudente significa imprudente para el otro lado… 

Es necesario despejar un equívoco. No son las propuestas políticas tendientes a la justicia social, ni las apuestas que sugieren una redistribución de la tierra y la riqueza (antes que del ingreso), las que merecen el mote descalificador de “radicalizados”. Lo único radical en nuestro país es la derecha, son las ganancias extraordinarias de los dueños de la tierra (los históricos y verdaderos tomadores de tierras), los capitales concentrados y los oligopolios, los dueños de la energía y los criminales de las finanzas, así como la deuda externa, crimen de crímenes. Radicalizados están los linchadores y las plazas gorilas de la hora, y es radical la policía represora y desaparecedora. En realidad, nosotros somos los moderados, y no precisamente por decisión ideológica, tal vez es lo que han hecho de nosotros. ¡Qué haremos, entonces, con lo que han hecho de nosotros! En ese sentido, la autopercepción de Alberto Fernández como reformista a la europea podría ser honesta. Solo que ese enunciado necesitaría de la movilización de fuerzas activas (un amplio “nosotros”) capaces de sostener las reformas concretas: agraria, tributaria, judicial, policial, financiera, entre otras. Necesitamos de audacia colectiva: la plaza elocuente del 10 de diciembre… ¿dónde está?, ¿dónde estamos? Solo así podremos exigir la audacia política del espacio que acompañamos en las elecciones. 

Sostener la hipótesis de la prudencia o un llamado “maduro” a la responsabilidad en estas condiciones no es más que acreditar la radicalidad de los sectores más reactivos y menos dinámicos. Pagar la deuda sin más y mantener el perfil productivo, el esquema energético, el sistema impositivo, la secta judicial y las mafias policiales vigentes no es prudencia, es todo lo contrario, es lo más imprudente que hay. Si dejamos que la plaza del 10 de diciembre se vaya lentamente fundiendo con la postal de un cambio de mando, nos exponemos sin atenuantes a los efectos de la contrarevolución sin revolución de los últimos cuatro años. 

Lenin insistía en la importancia de pensar la transición; tal vez podamos inventarnos una transición con un gesto reformista en estas condiciones de radicalidad de derecha (por abajo y por arriba). Sólo que esta vez no nos asisten certezas revolucionarias, sino la imperiosa necesidad de inventar otra cosa por el indetenible deseo de otra vida en esta vida.  

Aun pandemia

Hoy sabemos algo que en tiempos de Lenin se desconocía y se ocultaba bajo la forma de la certeza vanguardista: la dictadura, aun la que lleva el nombre del proletariado, enseña solo servilismo. Un marxista que fue más allá de Marx alcanzando la resonancia spinozista, nos enseñó que la democracia radical solo se aprende haciéndola. ¿Qué es esa dimensión del hacer?, ¿cómo se liga a la vez al gesto insurreccional y al cuidado, y qué costos supone? Tal vez, el saber de ese hacer que solo se aprende en el camino –esa democracia que solo se aprende haciéndola– consista en un saber negativo: saber qué no hacer (como propuso pensar Miguel Mazzeo en un libro hace unos años). Es el espacio que el deseo incalculable se guarda para el cálculo, sobre todo de los costos, y la evaluación, sobre todo de los tiempos.

El gobierno nos dio una lección práctica de lo imprudente que puede resultar el exceso de prudencia, que no es otra cosa que la prudencia como forma de realismo político puesta en el lugar mismo de la conducción que, a su vez, se arroga la decisión sobre lo posible. Si la dictadura del proletariado, como quería Lenin, enseña solo servilismo, como indicó Negri, el realismo político, solo enseña resignación. Y los primeros que se convencen de esta resignación son los militantes y buena parte de los referentes de las distintas organizaciones. Sus retóricas son sintomáticas al respecto. Se dividen en dos momentos claramente diferenciados: hacia afuera, batallas vacías, logros abstractos, pequeñas medidas o parches insignificantes vueltos triunfalismo; hacia adentro, exaltación del poder del enemigo, relaciones de fuerza desfavorables y el convencimiento de que aún no estamos listos –como la vez anterior, y la anterior y así… porque para el realismo político nunca estamos listos. La toma de Guernica es la cancha para los pingos que necesitamos…

Hubo un tiempo en nuestro país en que se luchó y se dio la vida. ¿Cómo lidiar con eso? ¿Qué clase de tradición podría soportar semejante legado? Los arrepentidos no merecen ni un segundo de atención, pero en el otro extremo está la canonización que hace pasar la lógica del sacrificio y un heroísmo a prueba de todo –antes que nada, de crítica. Pero la pregunta por cómo lidiar con eso, incluye la pregunta por la crítica. ¿Desde qué lugar que no resultara injusto y hasta tilingo podríamos arrogarnos legitimidad alguna para esbozar siquiera una crítica dirigida a los espacios, formas de actuar y actores que luchando despertaron semejante reacción patronal, militar, eclesiástica? Para un punto de vista que se conforma en conectar sin solución de continuidad aquel heroísmo con este realismo, la reacción del enemigo es confirmatoria del acierto propio, hasta el paroxismo en que el enemigo se vuelve más necesario que las amistadea; ya que, mientras éstas acompañan disintiendo, cuestionan amorosamente, aquellos confirman la identidad, su odio reafirma el nuestro, en espejo. Inmediatamente, adviene, como síntoma de la modernidad avejentada de estos razonamientos, el miedo ordenador que está en el origen de la figura del soberano. En este caso, se trata del miedo a la reacción de un enemigo por demás poderoso: ya no se podría sostener la agresividad de la lucha como en los setenta porque conocemos la virulencia de la reacción. Pero ese razonamiento imaginario no hace más que constatar la eficacia pedagógica de la crueldad que las fuerzas más reactivas pretendieron consagrar entonces, y gozan como activo hoy. 

La crítica de la radicalidad setentista no conduce lógicamente a la moderación actual, sino a preguntarnos por otra radicalidad, sostenida, tal vez, en otra imagen de transformación que la de aquellos tiempos sacrificiales. La única crítica que nos permitiríamos al proyecto político del movimiento insurreccional de los setenta se basaría en un nuevo tipo de insurrección, es decir, no se trataría de una crítica estática, ni de un juicio, ni mucho menos del ensayo de un mea culpa que ni siquiera nos pertenece. Se trataría de una crítica de hecho, una crítica que se vuelve homenaje en los hechos, construyendo la democracia radical que solo en parte podemos imaginar. 

El Che Guevara insistía: “un revolucionario hace la revolución”, es decir, ningún realismo, ni mucho menos una supuesta dictadura transicional y estratégica. A nosotros que no somos revolucionarios nos queda hacer trampas al orden existente. A nosotros que reconocemos un exceso de vida y deseo que releva en Nuestramérica lo que en otro tiempo fue fantasma comunista para la Europa imperialista, nos toca autoconvocarnos a una fiesta capaz de prefigurar, tantear, intuir algo de esa democracia radical… Una democracia que, a diferencia de las revoluciones pasadas, se imagina ya siempre en transición y en condiciones de ensayar en la escala que fuera métodos, vínculos, proyectos vitales, ampliaciones del registro perceptivo… Sólo consumando, por un lado, el duelo de lo que fue el único proyecto que se propuso combatir en términos totales al capitalismo entendido como totalidad, y, por otro, la crítica radical de un realismo político que está dispuesto a parecerse demasiado a aquello que dice combatir, encontraremos el lugar sensible y el tono enunciativo para una crítica de los setenta que se confunda con un homenaje afectuoso y activo. 

En un tiempo que propone como una de las líneas de elaboración del malestar y conducción del excedente de energía o libido el autoconvencimiento voluntarioso y el culto a una idea algo mágica, según la cual, por el sólo hecho de mencionar lo deseado simplemente los hechos acompañarán lo nombrado; el realismo político que se compone con el ánimo empantanado de nuestra militancia, cumple, en espejo, el rol inverso. Nos repetimos tantas veces y durante tanto tiempo lo que no se puede que nos convencimos, ya no de manera voluntarista, sino al modo de la profecía autocumplida. ¿Cómo corrernos de semejante escena copada por magos de poca monta y profetas de la resignación?

Cuando repasamos la escena política advertimos que la insistencia en la crítica al gobierno se compensa con su defensa sin fisuras, la desconfianza se cubre con la adhesión. Es que ya no se trata de criticar o no a un gobierno, o de defenderlo para no hacerle el juego a la derecha. El problema no es el gobierno, sino vivir la política como espectadores de la telenovela que protagonizan un gobierno y su oposición, adoptar su gramática, asimilar el propio humor a sus escenificaciones, reírse y enojarse de las mismas cosas que ellos. El problema lo tenemos en nuestras propias redes, organizaciones y formatos de militancia… en nuestras formas de vida. Incluso en la forma de defender al gobierno, de pensar que mejor resguardarlo ante el enemigo convertido en un demonio, que presionar internamente para dejarlo pagando, atónito detrás de transformaciones efectivas que ya piden por sí solas otra cosa. Entonces sería un desafío para el gobierno reinscribirse en las nuevas vitalidades políticas y no un deber para la militancia correr detrás de una política posibilista y desvitalizada.

El problema ya no es del gobierno, es nuestro. Y la transición también es nuestra. ¿Pensaban los revolucionarios de Octubre que la humanidad no estaba lista aun para la democracia? ¿Piensan los realistas, los posibilistas de hoy que no estamos listos para radicalizar la democracia mal avenida que supimos conseguir? ¿De qué manera, entonces, generaremos las condiciones para sentirnos “aptos” si reproducimos las prácticas y los gestos que, más bien, nos mantienen en la actual ineptitud política? De la negación dialéctica –que planteaba la necesidad de negar un tipo de humanidad para, una vez transformada mediante la dictadura transicional, negar la dictadura y dejar surgir una nueva democracia–, a la negación patológica que pasa por alto la imprudente prudencia, se cierran los posibles y se vacían las tácticas y sus redes más dinámicas. Pero la aún desconocida democracia no se esconde detrás de la repetición de los mismos formatos, métodos e instrumentos de siempre. Es mediante nuevos modos de relación, la experimentación de nuevas metodologías e instrumentos reconquistados o inventados que un estado de cosas aparentemente igual a sí mismo albergará instancias radicales de democracia hasta que no se pueda distinguir insurrección de creación. Sin ese proceso de autoformación democrática de la mano de la institución de nuevos modos de convivencia y producción del común, realismo situacional de potencias específicas, solo resta el chantaje del realismo impotente. La impotencia tiene la forma de la postergación, una distancia mistificada entre la transición y la transformación efectiva. Pero, como nos enseñaron las compañeras trans y travestis, cuando la transición ya está en juego en las vidas, en los cuerpos, no es más diferimiento, sino que coincide con los procesos mismos, con las nuevas vitalidades en ciernes. La negación deviene salto, afirmación. 

No creemos en una revolución que arrastre la división jerárquica entre quienes, preparados para un nuevo mundo, conducen y quienes, huérfanos de conceptos, deben aceptar su mando pedagógico. Tampoco aceptamos la postergación indefinida, la utopía gradualista del reformismo. Ni iluminados sacrificiales ni conductores estrategas, ni mucho menos gestores reformistas. El problema con el que nos encontramos es el de asumir, imaginar y apostar a una nueva radicalidad (como hace años planteó Miguel Benasayag), en un contexto más bien lúgubre. En ese tránsito, en esa transición, en ese verdadero trance democrático la fiesta se impone.     

* Ensayista, docente, editor. Enseña Historia Social Argentina en la Universidad Nacional de Avellaneda y Comunicación Social y Psicología Institucional en la Universidad Nacional de José C. Paz. Codirige Red Editorial (y Revista Ignorantes) junto a Rubén Mira. Publicó Filosofía para perros perdidos. Variaciones sobre Max Stirner (Junto a Adrián Cangi, 2018), Papa negra (2011), Globalización. Sacralización del mercado (2001), Linchamientos. La policía que llevamos dentro (comp. Junto a Adrián Cangi, 2015). Conduce y coproduce “Pensando la cosa” (Canal Abierto).

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