¿Por qué los derechistas ganan las elecciones en Europa?

Episodio CXXXVII

Massimo De Carolis*

Al fin y al cabo, el denominador común de Meloni, Orban o Kaczynski es un nacionalismo identitario del tipo nosotros (italianos/húngaros/polacos) contra ellos (los demás europeos y, en general, el mundo). ¿Cómo se explica que un mensaje tan elemental tenga tanta pregnancia sobre lo que, en los papeles, sigue siendo una unión (aunque incompleta), en la que se tendría todo el interés en morigerar las rivalidades y las presiones disgregadoras?

Hasta hace unos años, se podía pensar en una legítima sacudida al orgullo nacional ante la expropiación de la soberanía monetaria y política. De hecho, cada vez es más evidente que la política económica de Roma se decide en Bruselas (si no directamente en Frankfurt).

Y que, en cuestiones decisivas, nuestra política exterior la dicta Washington. Por tanto, sería comprensible el éxito de un llamamiento destinado a devolver la toma de decisiones políticas al «pueblo» (es decir, a las fuerzas políticas nacionales). En cambio, las cifras sugieren que, tras el decepcionante resultado del Brexit y la escalada de la guerra en Ucrania, el regreso a las «pequeñas patrias» ya no parece creíble ni para los políticos ni para los votantes. Una lista con el nombre explícito de Italexit no ha entrado en el Parlamento, y un líder popular como Matteo Salvini ha pagado caro su intento (muy tímido) de distanciarse de la línea militar dictada por la OTAN.

La derecha ganadora no es, en definitiva, la que se opone a las órdenes del «extranjero», sino la que se compromete a ejecutarlas con celo, como ha prometido hacer Giorgia Meloni para obtener su aval de Draghi con los socios europeos y atlánticos. Pero si se trata de aplicar la supuesta «agenda Draghi», ¿por qué la tarea recae en el único partido que nunca ha formado parte del gobierno Draghi y que, en términos de europeísmo y atlantismo, es objetivamente el último en llegar?

La pregunta tiene un significado diferente si se dirige a las masas que votan a la derecha o, en cambio, a los potentados supranacionales que celebran su éxito. Sin embargo, sólo hay un factor decisivo: el hecho de que Europa es el caso (más único que raro) de una unión monetaria que no prevé (sino que excluye) una unión política legitimada por procedimientos democráticos.

En su momento, se creyó (y se hizo creer) que la institución de la moneda única era un paso hacia la construcción de una verdadera unión política y, hasta hace poco, el espejismo de esa vía federativa seguía dominando la retórica de los principales líderes nacionales, precisamente para frustrar el avance de los autodenominados soberanistas.

Ahora que el llamamiento a volver a la soberanía nacional ha perdido en gran medida su atractivo, está claro que el objetivo de las fuerzas políticas dominantes era y sigue siendo mantener el atolladero institucional indefinidamente, sin avanzar ni retroceder.

En el actual interregno, las finanzas y las grandes empresas pueden mover el capital con la certeza de que la acción política tendrá que detenerse en las fronteras nacionales. Así, podrán aprovechar la rivalidad entre los Estados para obtener «a bajo precio» las mejores condiciones fiscales, las normas más permisivas y los acuerdos más favorables con los sindicatos y las autoridades políticas locales. Al fin y al cabo, la única institución con poder real a nivel continental -el Banco Central Europeo- está mucho más cerca de los potentados financieros que de exigencias como la protección del medio ambiente o los derechos civiles, que podrían obstaculizar su objetivo declarado: la maximización del «crecimiento».

El mismo patrón se reproduce en la política exterior. Es obvio que para Estados Unidos es mucho más tranquilizador poder contar con una miríada de vasallos que con un aliado unido, que sopesaría su propio interés tanto como el de sus socios. Una Europa políticamente desunida es al menos tan ideal para cualquier administración estadounidense como para Putin o Erdogan. Por lo tanto, es un hecho que la política nacionalista de las derechas, decidida a bloquear cualquier paso hacia la construcción de una soberanía continental, es perfectamente congruente con los intereses de las «potencias fuertes», tanto en el ámbito militar como en el económico. Si esta es la agenda, son sus ejecutores ideales.

Por otro lado, su pretensión de ser también los mejores defensores del interés nacional es algo más que una puesta en escena trivial. En una Europa que no tiene planes propios, y que sólo puede mediar entre intereses nacionales antagónicos, es lógico esperar que esos intereses sean defendidos con más astucia y cautela por quienes no muestran sensibilidad por lo que va más allá del sagrado egoísmo nacional. No en vano, el uso sin escrúpulos del derecho de veto es el instrumento estratégico más querido por los nacionalistas: paraliza la iniciativa colectiva, pero garantiza un mayor poder de negociación y, en consecuencia, un consenso más amplio en casa.

En la Europa de los nacionalismos, los intereses estrictamente nacionales sí están bien defendidos. En cambio, se penalizan los intereses compartidos, aquellos que nos importan no como italianos, polacos o húngaros, sino como seres humanos: el interés por un aire respirable, una paz duradera o una vida digna. Estos intereses generales sólo podían encontrar expresión política a nivel barrial. Mientras las políticas institucionales sigan confinadas a las «naciones», se reducen a una retórica moral que puede ser descartada como un lujo de salón.

La cuestión es que mientras los intereses estrictamente nacionales tienden a atrofiarse bajo el peso de las numerosas crisis de los últimos años, los de alcance general son cada vez más urgentes y dramáticos. Por ello, impulsan la formación de una alianza progresista, una especie de «sociedad civil europea», capaz de imponerse en la agenda política continental.

La mayor preocupación de los aparatos de poder en los últimos años ha sido precisamente evitar que ese proceso cobre fuerza. Hasta ahora han tenido éxito y, también en esto, la mano dura de los nuevos nacionalistas podría resultar un valioso apoyo en futuras emergencias. A menos que, mientras tanto, surja el potencial (si no la plena realidad) de un sujeto colectivo capaz de asumir el reto y relanzarlo para todo el continente.

 

***

 

* Filósofo, es docente de filosofía política y filosofía social en la Universidad de Salerno (Italia). Estuvo entre los fundadores de las revistas “Luogo comune” y “Forme di vita”, colabora con el periódico “Il manifestó”. Es autor de La vita nell’ época della sua riproducibilità tecnica (Bollati Boringhieri), El revés de la libertad. Ocaso del neoliberalismo y malestar en la civilización (Red Editorial, 2021), La paradoja antropológica (Red Editorial, 2017) y ¿Qué es el neoliberalismo? (Red Editorial, 2020). 

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