Episodio CXXV
(adelanto del próximo libro de Red Editorial, por Ariel Petruccelli, Federico Mare, Andrea Belén Rodríguez y Ariel Pennisi)*
A 40 años de la guerra de Malvinas y a 189 años de la toma británica de las islas, el reclamo por la soberanía de las islas del Atlántico Sur parece estar más vigente que nunca en Argentina. Para muestra vale un botón. Vivo en Norpatagonia hace algo más de 10 años y las marcas, indicios, huellas de Malvinas están por doquier. En un viaje por el Alto Valle de Río Negro y Neuquén, podemos cruzarnos con el colectivo de la radio Puerto Argentino de Cipolletti, con la fábrica de pastas Las Malvinas, con murales o inscripciones de grafiti, con monumentos y memoriales, con denominaciones de calles, entre muchísimos otros espacios que anudan el recuerdo de la guerra y los combatientes con la reivindicación de la causa de soberanía sobre el archipiélago. Pero, sin dudas, si hay una referencia omnipresente son los carteles azules, blancos o verdes a la vera de las rutas nacionales y caminos provinciales que afirman “Las Malvinas son argentinas”. Tanto si cruzamos el puente que une Cipolletti con Neuquén, como en las interminables carreteras que cruzan el Alto Valle, esas referencias las encontramos constantemente, ya naturalizadas como parte del paisaje. De hecho, no sorprende, ya que en el año 2013 la Legislatura neuquina dispuso la instalación de esos carteles “en los accesos a aquellas localidades cuyas rutas concentren mayor circulación en la provincia de Neuquén” (Ley 2850). Y, en realidad, esas mismas marcas en el espacio que expresan a la vez un mandato, un deber, una aspiración, un deseo, y una frustración, las podemos encontrar diseminadas en el extenso territorio argentino desde La Quiaca a Ushuaia, desde Mendoza a Bahía Blanca.
De hecho, el reclamo de soberanía de las islas del Atlántico Sur constituye uno de los tópicos que por excelencia nos identifica colectivamente a los argentinos, uno de esos lugares de la memoria que apela a nuestra emotividad. Si hiciéramos una encuesta en distintas ciudades del país preguntando por un símbolo nacional que unifique a sectores diversos de nuestra sociedad sin distinción de clase, de origen ni de género, seguramente uno de los primeros elementos que aparecería sería la “cuestión Malvinas”, que engloba la ansiada restitución del archipiélago malvinense pero también de las islas Georgias y Sándwich del Sur, y por extensión la Antártida (o el sector que reclama Argentina). Y ello no sólo por las consecuencias de una guerra todavía demasiado presente, sino que la apropiación de la “recuperación” de las islas por amplísimas capas sociales se remonta a muchos años antes del conflicto. ¿Cómo el reclamo por unas islas heladas y perdidas en el Atlántico Sur se transformó en una “causa nacional y popular” para la sociedad argentina, en un símbolo nacional con vigencia aún hoy en día?
Las islas Malvinas fueron tomadas ilegalmente por Gran Bretaña en 1833, luego de 5 años de existencia de la colonia al mando de Luis Vernet, el comandante político y militar designado por el Gobierno de Buenos Aires que estaba a cargo de las relaciones exteriores de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Sin embargo, recién un siglo después la reivindicación diplomática comenzó a convertirse paulatinamente en una causa sentida y arraigada en amplios sectores del país. Como todos los lugares de la memoria, también la configuración de Malvinas como símbolo de “argentinidad” es el producto de procesos de construcción social y cultural a lo largo de nuestra historia. ¿Quiénes intervinieron en esos procesos y a qué sectores representaban? ¿Qué sentidos de larga data se cruzaron y aunaron en el reclamo de soberanía para convertir a Malvinas en la “causa nacional” por excelencia? ¿Cómo impactaron la guerra y la derrota de 1982 en esos sentidos que encarnaba –y parece que aún encarna– Malvinas? Esos son algunos de los interrogantes sobre los que me propongo reflexionar en el primer capítulo, a partir de la lectura y sistematización de investigaciones realizadas por diversos cientistas sociales.
Andrea Belén Rodríguez
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Ciudad costera de la Patagonia –de Wajmapu, aprendería años después–, asentamiento de una base aeronaval, Trelew fue una de las ciudades en las que la guerra se vivió con mayor cercanía. En la escuela tuvimos simulacro de evacuación, se hizo también algún simulacro de oscurecimiento de la ciudad ante la eventualidad de un bombardeo nocturno, e incluso una noche sonaron de improviso las sirenas: nunca supe bien si fue una falsa alarma o un ensayo deliberado para ver cómo respondía la población. Tal y como se recomendaba, en un rincón de la casa teníamos siempre listo un bidón de agua potable y algunas mantas. Sabíamos que en caso de bombardeo debíamos colocarnos debajo de los marcos de las puertas.
A pesar de su escepticismo, mis padres colaboraban con donaciones para los soldados, y era habitual que fuéramos a pasear hacia algunos de los regimientos acantonados en los alrededores. Mi madre miraba con angustia las caras de esos soldaditos que no eran mucho más que niños. Yo miraba extasiado las ametralladoras y los fusiles, y sobre todo los enormes cañones antiaéreos que salpicaban el campo en las inmediaciones de la base “Almirante Zar”. Mi mayor deseo era ver misiles antiaéreos, pero nunca los vi. Algo verdaderamente frustrante, aunque no tanto como haber llegado tarde y no poder adquirir, en el kiosco de revistas, el ejemplar de “Gente” que incluía un póster desplegable con las siluetas de los barcos ingleses, con algunos de ellos -los averiados- atravesados por una línea en diagonal, y otros -los hundidos- tachados con una cruz.
En aquellos años era casi imposible ver fútbol en televisión. Los partidos se veían en la cancha o se escuchaban por radio. La mayoría, claro, escuchábamos las radio-transmisiones. Los chicos que jugábamos a la pelota reproducíamos en nuestro juego imitaciones de los relatos radiales mientras gambeteábamos, atajábamos o rematábamos: “Luque, Luque, Luque”, “la lleva Maradó, gambetea a uno…”, “vuela como nadie el pato Fillol”. Pero en 1982 era usual que en esos relatos infantiles al calor del juego los nombres de los futbolistas fueran reemplazados por objetos bélicos. Un penal lo podía patear el submarino San Luis, y una gran atajada ser protagonizada por un Pucará.
Al salir de la escuela, una aciaga tarde para mí, me dirigí hasta el mercado en que trabajaba mi madre para buscar la llave del departamento. Dora en general estaba en la verdulería, pero por alguna razón ese día la hallé detrás del mostrador de la fiambrería. Con la descortesía que sólo un hijo puede permitirse, ni siquiera la saludé. Como siempre, pregunté por las novedades. Las novedades eran, obviamente, las de la guerra. La respuesta de mi madre me dejó pasmado, aturdido, shockeado. “Se acabó –me dijo–, nos rendimos”. “¿Cómo que nos rendimos?”. No lo podía creer, pero mi madre no tenía cara de estar gastando una broma. Tenía un nudo en la garganta. Agarré las llaves y me fui. En casa lloré desconsoladamente. Yo había creído fervientemente, hasta el último instante, que estábamos ganando. No soy capaz de decir si en ese momento fue peor la sensación de derrota o la de haber sido engañado.
Aunque Argentina hubiera podido ganar la guerra, ello no demuestra por sí solo que fuera un medio adecuado o sensato para conseguir los objetivos que se proponía, ni que esos objetivos fueran racionales e importantes. Para un pacifista a ultranza toda guerra es condenable. La mayoría de las personas, sin embargo, no son pacifistas a ultranza: hay guerras que pueden parecer legítimas (al menos en circunstancias extremas) en base a diferentes criterios éticos, políticos o religiosos. Por lo demás, un pacifista, incluso un pacifista a ultranza, no tiene por qué considerar como absurdas a todas las guerras. Puede comprender, sin compartir, las razones, causas e intenciones que las desencadenan. Puede hallar razonables, pues, algunas acciones militares, sin que por ello tenga que apoyarlas necesariamente, dado que bien puede creer que hay razones tan buenas e incluso mejores para prescindir de la lucha. Por otra parte, toda acción militar combina necesariamente aspectos de racionalidad instrumental (los medios adecuados a los fines) con componentes de racionalidad valorativa (los fines mismos). Una acción perfectamente racional en términos instrumentales puede resultar completamente irracional desde el punto de vista de los valores. Una discusión seria, pues, debe distinguir con sumo cuidado distintos planos, niveles y perspectivas.
Yo pienso que la guerra de Malvinas fue absurda. Pero pienso también (contra lo que creí por mucho tiempo) que Argentina pudo ganarla.
Ariel Petruccelli
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Para un socialista libertario de Argentina, hablar de la cuestión Malvinas resulta difícil. Son varias las razones de esa dificultad. Trataré de resumirlas.
Por un lado, está el clivaje colonialismo-anticolonialismo, imperialismo-antiimperialismo. Aquí la cosa resulta más o menos sencilla: hay que tomar partido por el anticolonialismo, por el antiimperialismo, aunque el caso malvinense presenta un matiz muy peculiar, porque se trata –ya lo explicamos– de un territorio irredento sin población irredenta. La inmensa mayoría de la comunidad isleña es de ascendencia británica, mientras que la colectividad argentina en Malvinas, a diferencia de la chilena o santaelena, no figura entre las minorías étnicas importantes de las islas. […] Por otro lado, está también el clivaje nacionalismo-internacionalismo, patriotismo-cosmopolitismo. Aquí la cosa se complica: aunque el socialismo libertario no niega ni menosprecia la etnicidad, la dimensión étnica de lo social, postula como identidad colectiva fundamental la clase, no la nacionalidad. Esta última, debido a sus premisas culturalistas, y a menudo esencialistas, tiende fácilmente a caer en un policlasismo-organicismo de conciliación, de status quo, hegemonizado por la burguesía.
En teoría, se puede ser antiimperialista sin ser nacionalista, desde luego. Pero en la práctica, el asunto es más complejo, porque históricamente, el antiimperialismo ha estado dominado por el nacionalismo. Aunque existieron –y existen– honrosas excepciones, lo habitual ha sido que las luchas contra la opresión extranjera estén más asociadas al patriotismo policlasista que al clasismo anticapitalista, por la sencilla razón de que dicha opresión rara vez afecta únicamente a las clases subalternas. Suele afectar también a la clase dominante, o a fracciones de esta, situación que favorece la cohesión interna y las alianzas frentistas. Por supuesto que hay ejemplos históricos donde la opresión étnico-colonial y la de clase se confunden, se superponen casi totalmente. Pero lo más corriente es que ese tipo de correlación sea más baja.
¿Y la autodeterminación nacional? ¿La comunidad isleña no tiene derecho a ella? Opino que no. La población anglomalvinense, aunque no carece de particularidades locales, es demasiado minúscula y no posee el nivel de especificidad histórico-cultural de una nación. Su situación, en este sentido, no es homologable a la de otros países anglosajones de la Commonwealth como Canadá, Australia o Nueva Zelanda. De hecho, más allá de cierto localismo pueblerino, la comunidad Falklander mantiene una fuerte conciencia de ‘britaneidad’, que la crisis bélica del 82 reforzó, de facto y de iure: subsidios e inversiones, comercio, viajes, tropas, derechos de ciudadanía, etc. No quedan ya veleidades independentistas o separatistas de ningún tipo. […]
Huelga aclarar que un territorio insular tan pequeño y recóndito, donde apenas viven unas 4.300 almas –de las cuales cerca de 1.300, un 30%, son población flotante–, con una economía apenas diversificada, que depende al extremo de las importaciones chilenas y británicas en rubros tan básicos como alimentos y medicamentos, cuyo centro de salud es tan modesto que necesita recurrir a los hospitales de Punta Arenas y Londres ante cualquier demanda mínimamente compleja, no resulta viable como estado independiente, aunque suene antipático decirlo. […]
Plantear que las Malvinas deben ser reintegradas a la Argentina, de ningún modo significa vulnerar los derechos de la población local con una política revanchista de expulsión o aculturación, como fantasea la derecha chovinista y xenófoba. Mujeres y hombres Falklanders llevan varias generaciones –hasta ocho– naciendo, viviendo y muriendo en esas islas solitarias, agrestes y frías del remoto Atlántico Sur. No sería justo considerarles «usurpadores» por el solo hecho de que sus ancestros victorianos –más galeses y escoceses que ingleses– efectivamente lo fueran. […] La solución, no solo para la pequeña comunidad isleña sino para todas las minorías étnicas en general (desde pueblos indígenas hasta colectividades inmigrantes), radica en un régimen plurinacional, una de las grandes deudas pendientes de la democracia argentina. La escolaridad bilingüe, la diversidad cultural e identitaria, la autonomía política a nivel regional o comarcal, la laicidad, etc., deben ser celosamente respetadas y promovidas, en pos de una convivencia pacífica y fraterna.
Aquella sensata propuesta hecha por Otto Bauer a comienzos del siglo pasado (disociar el estado y la nación) conserva toda su vigencia, como lo prueban países como Bolivia, Suiza y Canadá. En un mundo cada vez más globalizado, en un orbe de constantes y masivos flujos migratorios, aferrarse a la ilusión del estado uninacional, obstinarse con la quimera esencialista de una ciudadanía étnicamente homogénea, resulta retrógrado.
Federico Mare
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Contra los apoyos ya enumerados por parte de la mayor parte de las izquierdas partidarias, dentro y fuera del país, hubieron plumas que esculpieron una suerte de multiforme disidencia. Entre las pocas voces críticas que asumieron el riesgo de publicar habiéndose quedado en Argentina, estuvo el singular escritor Carlos Brocato. Como escribe Alejandro Kaufman en un libro de hace unos años que incluye en su índice aquella diatriba de Bocato, “Quien se oponía al conjunto de la sociedad alrededor del tema de las Malvinas ingresaba a una situación de soledad muy difícilmente imaginable en nuestros actuales días.”[1] En la revista Nueva Presencia, anónimamente, publicó un texto en contra de la guerra, junto a un espacio que se llamaba a sí mismo Círculo Espacio Independiente, gente de distintas proveniencias, entre las ciencias sociales y el arte, lo que también dejaba ver modos de juntarse sobre el final del ciclo de luchas atravesadas por la forma partido o la militancia verticalista. Entonces, Brocato escribió La verdad o la mística nacional, que inicia de una manera provocadora, con una cita de un pintor británico posimpresionista llamado Roger Fry, quien había criticado en su tiempo a los intelectuales que se plegaron a la ola fervorosa de la Primera Guerra Mundial. Es muy interesante esta resonancia mediante la cual establece una suerte de comparación histórica para criticar a los intelectuales que apoyaban la guerra de las Malvinas. Critica, al mismo tiempo, la construcción de un consenso con su semblante intolerante ante las disidencias; esto es muy importante porque algunos de los elementos que forman parte del apoyo masivo a la guerra están muy presentes en las formas de argumentar y en la forma de percibir que nos toca también experimentar en nuestro tiempo histórico –es éste uno de los motivos por los que resulta vital revisar esas polémicas sobre la guerra de Malvinas.
Entonces, Carlos Brocato critica duramente la construcción de un consenso, la formación de una opinión pública mistificada, e intenta desarmarlo en sus tres aspectos fundamentales: primero se pregunta qué soberanía se pretende recuperar, cuando vivimos unas condiciones de sojuzgamiento internos intolerables; es decir, ¿qué es la soberanía nacional frente al sojuzgamiento concreto de los cuerpos, internamente? O, en todo caso, ¿es posible pensar una soberanía sin democracia? Luego desmiente la idea de que el principal problema, que el primer plano del problema, sea la usurpación colonial de las islas, cuando el primer problema, en línea con lo que alguna vez también supo decir Manuel Belgrano, es el enemigo interior, el enemigo del pueblo, en este caso la dictadura. También los militares, claro, supieron construir su enemigo interior, aunque desde una matriz muy distinta al sentido defensivo al que se refería Brocato. Y, por otra parte, sostiene que el planteo de la dictadura de “el fin de la paciencia” (que ya no fuera tolerable la continuidad de la permanencia de las islas en manos británicas) no tenía que ver más que con una urgencia coyuntural de la propia dictadura (cuyo frente interno se encontraba quebrado) para conservarse en el poder; es decir, una falacia.
Beatriz Sarlo, sobradamente repudiada en 2021 por unas declaraciones a la prensa en que afirma la propiedad británica sobre las islas Malvinas, formó parte, en 1982, de las discusiones residiendo en Argentina. Había formado parte de los sectores maoístas en los 70 y mantenía una estrecha amistad con algunos de los intelectuales que formaron parte del Grupo de Discusión Socialista. La anécdota cuenta que cuando ella se encontró con el documento de apoyo a la guerra del Grupo de Discusión Socialista, es decir, sus propios amigos, se largó a llorar, se tomó el subte, volvió a su casa y escribió un texto anónimo en contra de la guerra. En 2012, cuando la crisis diplomática dio lugar a un debate público entre intelectuales, Sarlo publicó un artículo en el diario La Nación donde recomienda la novela de Fogwill Los pichiciegos como lectura para las escuelas secundarias afirma que “el país consumía el alucinógeno de un patriotismo despótico”. Teniendo en cuenta que traumas como el malvinero afectan a veces de manera definitiva, ¿podría conjeturarse que las posiciones de Beatriz Sarlo en relación a la imagen del pueblo, después de esa plaza llena, vivando la declaración de Galtieri, y después de leer esa declaración de sus amigos, haya marcado un reparo y una distancia, incluso excesiva, en ella respecto de todo aquello que convoca a un pueblo movilizado por un líder de Estado o una causa nacional? Convengamos que la decepción puede ser considerada una de las pasiones intelectuales que bifurca los caminos… Al mismo tiempo, nada exime a Sarlo de resultar, también su papel, decepcionante.
Osvaldo Bayer, que ya había rechazado el subsidio del Estado alemán ofrecido en carácter de exiliado acusándolo de la relación que mantenía con los militares argentinos, vendiéndole incluso armas al país, criticó desde Alemania severamente la decisión de los militares. Bayer, que además motivó discusiones con los exiliados latinoamericanos en Europa convirtiéndose en una referencia, fue muy duramente crítico de la postura belicista sostuviera quien la sostuviera. Y agitó la oposición a la guerra desde exilio como una campaña “por la Argentina”, denunciando a la dictadura y solidarizándose con las familias de los desaparecidos. Tampoco se ahorró críticas a la tarea del periodismo europeo, que no pasaba de un impresionismo poco informado, mientras el propio Bayer pretendía distinguir entre la ambigüedad de esas multitudes el patrioterismo funcional a la operación de los militares, de algunos signos de lucha contra la dictadura, por la democracia, que consideraba más saludables. En 2006, en una de sus contratapas en Página 12, dedicada al Informe Rattenbach, Osvaldo, en la misma línea de sus intervenciones en el 82, sentenciaba: “Malvinas: la única guerra del mundo donde murieron los soldados y se rindieron todos los generales, almirantes, brigadieres, coroneles, vicealmirantes, contraalmirantes, mayores, capitanes, sargentos, cabos primeros”.[2]
Desde San Pablo (Brasil), Néstor Perlongher, que había sido uno de los principales referentes del Frente de Liberación Homosexual, detenido y procesado en 1976 y recibido de sociólogo y exiliado en 1981, lanzó un texto digno de su ironía. Inventor también de una suerte de neobarroco rioplatense que llamó “Neobarroso”, el poeta publicó un texto titulado Todo el poder a Lady Di, donde denuncia lo que considera una verdadera orgía nacionalista. Dice que la belicosidad de los militares interpela a un país machista que piensa su virtud en términos de agresividad, cuyo parámetro son las fuerzas masculinas y, en ese sentido, hace una crítica original a la decisión de los militares, inscribiéndola en la cultura patriarcal de todo un país. En un pasaje de su texto considera que esa guerra es el “supremo deporte de nuestras sociedades masculinas.” Hablando de deportes, recuerda los efectos legitimadores del Mundial del 78 y compara a los militares con las bandas patoteras, con su carácter faccioso y su violencia aparentemente arbitraria. Borges, en cambio, ironizó proponiendo entregar las islas a Bolivia, para facilitarle así una salida al mar.
En aquel tiempo, mayoritariamente, el Grupo de Discusión Socialista se encontraba exiliado en México, mientras que León Rozitchner pasaba esa parte del exilio en Caracas, Venezuela. El GDS sacó un documento el 10 de mayo de 1982, titulado “Por la soberanía argentina en las Malvinas: por la soberanía popular en la Argentina” donde a los pocos párrafos del inicio llaman a “no situarse más allá del conflicto”, a optar, entre dos malas opciones, con tal de no favorecer el triunfo de “los malos más fuertes”, y anticipan que sus argumentos no obligarían a elegir “entre los malos”, en tanto permitirían “ponerse del lado de los justos intereses populares”. El documento enfatiza un supuesto efecto objetivo que escaparía a las intenciones (el supuesto subjetivo) de los militares, confiriéndole, incluso un nuevo sentido, de carácter anticolonial hacia afuera y hacia adentro: “la soberanía sobre las Malvinas abre la posibilidad de una lucha popular en el interior del país para impedir que los gobernantes de turno la desbaraten en los hechos mediante la entrega…”. Mientras que la derrota y la consolidación de la pérdida de soberanía “implica la consolidación a largo plazo del dominio imperialista…”. La conclusión parcial se parece al razonamiento de Taerragno (este último algo más rudimentario), ya que la victoria implicaría no solo a los militares, sino también a las fuerzas progresistas, mientras que la derrota no repercutiría solamente en el gobierno de facto, sino en el país entero. Finalmente, el documento contiene una tensión interna cuando denuncia de punta a punta a la dictadura y llama a no olvidar en nombre de la “unidad nacional” lo que ésta venía perpetrando. Pero, tal vez, el mayor disparador de la crítica lanzada por Rozitchner contra el “manifiesto” es ese pretendido arte de separar la “justa reivindicación popular” de los hechos que “marcan íntimamente la coyuntura actual”.
León Rozitchner, decíamos, escribe contra sus amigos, experimenta ese instante en que el más cercano se parece más al doble maligno que a un compañero de ruta. Tal vez, por eso mismo, en Rozitchner la no condescendencia es metódica y el rigor desesperado. Elabora un texto polémico durante la guerra que hace circular diez días después del documento del GDS y se publica unos años más tarde como libro bajo el título Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia. El punto ciego de la crítica política (1985). Por cada párrafo del documento, Rozitchner dispara un párrafo suyo y la parrafada sigue como expandiendo una posible filosofía de la disidencia. Como ya había hecho en “La izquierda sin sujeto”[3], abre un lugar de enunciación que, tal vez, inauguraba otra forma de pensar desde la izquierda, que excede a las militancias de izquierdas partidarias. Rozitchner se declara huérfano de dirección y decide no ampararse en esa tradición vuelta documento de identidad política que es la izquierda. En todo caso, polemizar es también hacerlo dentro y en los bordes de la tradición. Es una suerte de doble exilio el que experimenta por esa resistencia en la orfandad: el exilio del país, por un lado, y el exilio del deber ser de la coyuntura. El propio Rozitchner dice sentirse expatriado, por segunda vez, por pensar como pensaba. Rozitchner cuela lo incoyuntural en la izquierda como una forma extrema de pensar la coyuntura, suerte de último refugio para el pensamiento.
Todo pensamiento radical (¿disidente?) lleva consigo, implícita o explícitamente, la pregunta “¿qué significa pensar?”, es decir, no presupone al pensamiento como facultad ni como fondo de garantías. ¿Qué significa pensar, en este caso, para el polemista? Así lo dice Rozitchner: “Abrir, en cada quien, una relación distinta con la realidad, transformando su modalidad afectiva, su memoria, su razón, su percepción”.[4] Es decir, que Rozitchner no se limita a discutir en los términos dispuestos por la coyuntura, sino que discute, también, la coyuntura en tanto tal y es desde ese lugar que polemiza. […]
La avanzada militar a las islas Malvinas contenía un efecto objetivo cruel. Era el llamamiento a los habitantes perseguidos, censurados, reprimidos, oprimidos, y a familiares de desaparecidos a suspender momentáneamente la verdad de ese terror que estaba en el cuerpo y, con ello, las posibilidades de elaboración del dolor y la imaginación política que esa condición sensible habilitaba. Ese terror no era otra cosa que un índice de verdad, que estaba cargado sobre los cuerpos concretos. Es decir, que el llamamiento a la veneración de la guerra, al apoyo crítico o fanático, era un llamado a deponer el deseo concreto de resistencia, de libertad, de democracia, en nombre de una unidad nacional abstracta. Todo esto antes aun de plantear que se trató de una embestida suicida. Todo esto sin mencionar las torturas que se produjeron en el interior mismo de la ocupación parcial de las Malvinas, el hecho de que los mandos militares torturaron a sus oficiales, sometiéndolos a congelamiento, cuando no los estacaban o los dejaban sin alimentación. La lógica dictatorial, la lógica de los represores, su perversidad se prolongó a Malvinas. ¿Por qué iba a ser distinto?
Ariel Pennisi
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Red Editorial
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Federico Mare. historiador (Universidad Nacional de Cuyo), ensayista y docente. Es autor de El éxodo galés a la Patagonia. Orígenes, trasfondo histórico y singularidad cultural de Y Wladfa (2019), Ensayos misceláneos (2021) y Goðlauss. Ateísmo, librepensamiento y existencialismo (2022). Escribe en Sin Permiso, Jacobin, Rebelión, La Izquierda Diario, Contrahegemonía, etc. Coordina el grupo de divulgación histórica Acertijos de Clío, las Tertulias de Literatura e Historia y el Taller de Historia a Distancia.
Andrea Belén Rodríguez. Profesora y Licenciada en Historia (Universidad Nacional del Sur) y Doctora en Historia (UNLP). Docente en la Universidad Nacional del Comahue e investigadora del CONICET. Forma parte del Centro de Estudios Históricos del Estado, Cultura y Política (UNCO). Es autora de Batallas contra los silencios. La posguerra de los ex combatientes del Apostadero Naval Malvinas (2020). Ha realizado contribuciones en diversas revistas nacionales e internacionales, así como en textos escolares y libros de difusión.
Ariel Petruccelli. Historiador. Profesor de Historia en la Universidad Nacional del Comahue. Es autor de Docentes y piqueteros (2005), El marxismo en la encrucijada (2011), Ciencia y utopía (2016) La Revolución (revisión y futuro) (2020) y publicó Althusser y Sacristán: itinerarios de dos comunistas críticos (con Juan Dal Maso, 2020) y Covid-19: la respuesta autoritaria y la estrategia del miedo (con Paz Francés y José Loayssa, 2021). Editó junto a Salvador López Arnal una Antología (esencial) de Manuel Sacristán Luzón (2022).
Ariel Pennisi. Ensayista, editor, docente (Universidad Nacional de José C. Paz, la Universidad Nacional de Avellaneda y la Universidad Nacional de las Artes). Es autor de La globalización. Sacralización del mercado (2001), Papa negra (2011), coautor de El anarca (filosofía y política en Max Stirner) y Filosofía para perros perdidos (con Adrián Cangi, 2018, 2021) y compilador y autor de Linchamientos. La policía que llevamos dentro (con Adrián Cangi, 2015). Codirige Red Editorial y Revista Ignorantes con Rubén Mira. Integra el Instituto de Estudios y Formación de la CTA A.
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[1] Alejandro Kaufman, Carlos lberto Brocato, Golpes, Hekht, Buenos Aires, 2017.
[2] https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-65317-2006-04-08.html
[3] Texto publicado, también como parte de una polémica, entonces nada menos que con John William Cook en la revista La rosa blindada (N° 9, septiembre de 1966).
[4] León Rozitchner, Las Malvinas: de la guerra “sucia” a la guerra “limpia”, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1985.