El Tata Cedrón en la vereda…


Hernán Gallegos

Crónicas y Entrevistas VII

En el último correo me pedía discreción.

Discreción. Esa palabra me sonaba a contraseñas o salvoconductos, y éstos a su vez me conectaban con la niñez y la adolescencia. Primero los libros de aventuras y misterio, después los de la guerra civil española, los de Hemingway y Malraux.

Lo cierto es que a esta altura de la conversación y de la cuarentena, ya no sabía si estaba adentro de la tele o en una novela policial.

Cuando me enteré que el Tata Cedrón estaba dando conciertos unipersonales, inmediatamente me puse en campaña para ir a escucharlo. Supe que además los hacía en la puerta de su casa, en algún pasaje –que imaginé tranquilo y poco transitado– por Villa del Parque. 

Escribí un mail a Antonia, contándole que era vecino y que me encantaba la idea de ir a escuchar la música del Tata algún día próximo. Quedamos para el Sábado 29 a la una del mediodía.

Como no podía ser de otro modo –teniendo en cuenta mi suerte– se esperaba lluvia para ese día, y como el concierto era en la calle misma (el Tata del lado de adentro de la puerta, el oyente en la vereda), el clima era de importancia crucial. Antonia me había dicho unos días antes que el pronóstico no era favorable, que fuéramos tanteando y si no se podía lo reprogramábamos, pero aclarando que tampoco íbamos a suspender por dos gotas locas.

Esto último inmediatamente convirtió al mal pronóstico en uno buenísimo.

El 29 llegó, y si bien la lluvia no era lo suficientemente gruesa como para pensar en cancelar, hacía un frío fuerte. Me puse mi mejor barbijo y salí. Recuerdo caminar rápidamente, por el frío y por la hora, dar vuelta a la última esquina y ver a una pareja con un paraguas (gente muy inteligente, no como uno que con un tapabocas se siente inmune a cualquier cosa). Estaban parados sobre la vereda, a dos metros de una puerta, mirando hacia adentro de la casa.

Esta imagen, además de romántica –no olvidemos los condimentos: lluvia, paraguas, pareja abrazada mirando hacia adentro, y todo muy silencioso–, tenía algo muy raro. Me di cuenta muchos días después qué era lo que la hacía extraña. La gente no suele estar en una vereda, quieta bajo la lluvia, en silencio y vuelta hacia el interior de una casa. Eso no pasa, o pasa en libros y pelis. Pero, claramente, no es algo de todos los días en los pasajes de Buenos Aires. La gente –cuando llueve– camina o corre. No se queda quieta.

Veo ese cuadro apenas doy vuelta a la esquina, quedando a más de media cuadra de la escena. Todo quieto, inmóvil. Menos la lluvia, que hace lo que siempre hace, es decir, caer, pero sobre cuerpos que no hacen lo que suelen hacer en momentos de inclemencia climática.

Entonces, llego. Así, embelesado y pensando que la cuarentena es lo mejor que nos podía haber pasado, feliz. ¡Qué se yo! En cualquiera.

Era apenas tarde, y el Tata en la puerta, -sentado sobre una silla y con una camisa a rayas- charlaba con la pareja guarecida.

Saludo, me saludan. La pareja me dice que ellos tienen el turno posterior al mío y que van a esperar, pero el Tata les dice que si nos ponemos separados, entramos todos. Y claro, cómo no vamos a entrar si estamos en la vereda.

Yo les digo que por supuesto se queden, mirá si nos vamos a andar encanutando las baldosas y la música. Lo único que falta.

En fin, el Tata me pregunta a qué me dedico, y yo, que toco el piano, tango sobre todo, que vivo cerca. De algún modo hablamos de Osvaldo Tarantino, que el Tata tiene arreglos, que la música, que Beytelmann, que Carlos García y Salgán…

El inicio se dilata porque hay unos coreanos (o así los cree el anfitrión, yo internamente pienso que podrían ser chinos, pero tampoco tengo argumentos) que tienen un BMW, enfrente, y hacen ruido con el auto. Son muchos,  6 o 7, y son nuevos vecinos. El Tata está preocupado porque siente que pueden ser ruidosos, molestos.

Después de un ratito se callan y empieza el concierto. Lo primero que toca es un Blues. Sí, un blues. “Blues de Alabama”, así lo llama. Nunca hubiera pensado que iba a pasarme esto. Voy a escuchar al Tata Cedrón y toca un blues. En fin, uno lindísimo al que por algún motivo le encuentro algo de milonga campera. Le canta a los campos de algodón, a la yanquilandia surera y a las guerras de secesión. Me recuerda a Credence y a “Cotton fields”. Pienso en esa canción y me imagino auto, ruta, y todo eso que no puede hacerse ahora por el virus que nos mata.

Después toca una guarania. Una que él no sabe cómo se llama, pero que canta en español y guaraní. Cuando termina de cantar, le cuento que la conozco, pero en una versión en portugués, y que se llama Meu primeiro amor. También le cuento que la había escuchado por un brasileño que conocí en Bolivia, en 2008, y después por un dúo cuyos integrantes desconozco, pero que tienen un video en blanco y negro en Youtube. No recuerdo más que eso.

En medio de la conversación, se suma un vecino que pasa por ahí rumbo a su casa. Escucha desde la calle, más lejos que nosotros. Luego pasa otra vecina, muy anciana, yendo a no sé dónde. Camina muy despacio, y cuando queda frente al Tata lo saluda y le comenta algo. Él –luego de devolverle el saludo- nos cuenta que es la hermana de Oscar Masotta, a quien describe como “un pesado del psicoanálisis”. Esto –al igual que las novelas acerca de las guerras del siglo XX- me recuerda a mi infancia y adolescencia, pero esta vez en parte porque mi vieja –psicóloga- murió justo cuando yo cumplía 14 años, es decir, en alguno de los bordes de las etapas de la vida humana, y sobre todo, porque el padre de mi amigo Fede es un psicoanalista que trabajó con Masotta hace muchísimos años. Entonces, su nombre me resulta cercano, familiar. La hermana del susodicho aclara que él trajo a Lacan a la argentina y cuenta otras anécdotas al respecto. Parece estar muy orgullosa. Sigue caminando y se va.

El Tata toca otro tema, uno muy lindo también, pero cuyo nombre no recuerdo. Inmediatamente después pasa otra señora, más joven, saluda y le alcanza una porción de hummus en un tupper muy pequeño. Estamos en medio de un concierto, que a su vez tiene algo de reunión de consorcio amigable.

Pienso que me encantaría que mis vecinos me regalen hummus, porque me gusta mucho, y porque también me gusta que me regalen cosas que acompañen al vino o al vermú.

Para el último tema, Yuyo verde, con el poema de Paco Urondo a modo de epígrafe, como lo hacían con el cuarteto. Esto ya es la hermosura total. Y yo que justo esa semana había estado hablando con mi amiga Carolina, sobre cuánto nos conmovía Yuyo verde y el cielo de verano y todo eso. Bueno, él lo toca nomás. Y me encanta pero a la vez me da pena que toda la gente que quiero se esté perdiendo esto.  

Lo peor de la pandemia –al margen de la muerte, claro- es no poder compartir. Lo lindo y lo otro.

Termina y lo aplaudimos.

A modo de Bis, el tipo se mete en la casa, y vuelve a salir a los dos minutos, pero no para convidarnos tangos ni guaranias, sino con una tabla de madera en una mano y un rollo de servilletas en la otra.

Focaccia y berenjenas agridulces sobre tostaditas riquísimas. Todo hecho por sus propias manos. Comemos como podemos y a la distancia, estirando los brazos como para llegar a la comida sin respirar cerca del otro.

Lamento mucho, muchísimo, no tener un vaso de vino. O mate, algo que complete la cosa.

Qué se yo, uno siempre encuentra algo que lamentar.

Saludo y me voy.

Pienso que el mediodía está lindísimo. Así, con la lluvia y todo. Busco algún tango que le cante a los mediodías y no recuerdo ninguno. Siempre se le canta a la tarde, o a la noche y a la luna. Incluso a las mañanas. 

Entonces me viene “Mañanitas de Montmartre” y lo canturreo un poco, pero sigo pensando en que quiero uno para ese momento y no lo encuentro y me desespera.

¿Por qué será que nadie le canta a los mediodías? Mientras camino, arriesgo que quizás sea porque no rima con nada, pero después encuentro un montón de palabras que le van y entonces me digo que tengo que buscar otra hipótesis.

Estoy en eso cuando me acuerdo de un valsecito viejo, que aun con su referencia noctámbula, le queda pintado al Tata, al mediodía, o a cualquier otra cosa.

Portal, donde la luna se aburrió esperando…

Cedrón, por donde el tiempo se perfuma y pasa

Me sigo yendo y ya la siento venir a la tarde, con su montón de canciones hechas.

* Pianista, compositor, investigador y docente. Publicó discos con distintas orquestas de tango, y actualmente codirige, compone y arregla música para el Quinteto Versalles. Licenciado en Música Argentina (UNSAM). Miembro del grupo de investigación del Instituto de Artes (UNSAM). Publicó el ensayo «Visión de juego. Un análisis retrógrado» (De pies a cabeza. Ensayos sobre fútbol), y la carta «Marianita» (Mirate ésta. Cartas de película, 2011).

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